A través del sufrimiento y la enfermedad, también se revela la misericordia divina

Por: Isabel Obando Sepúlveda, comunicadora social

Fotos: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta

Si bien es cierto para la fe cristiana que, Dios no creó la enfermedad -ya que esta es producto del pecado cometido por Eva-, ya es inherente al ser humano. Estar expuesto a ella y al sufrimiento, es lo que hace a los hombres vulnerables y a su vez, parte del camino de la Iglesia, la cual nace del misterio de la reden­ción en la Cruz de Cristo, porque Dios no quiere la enfermedad, su amor está dirigido a resanar el ser humano.

La ciencia ayuda a encontrar res­puestas a la enfermedad, pero no puede erradicarla por completo, porque los fundamentos de este estado llegan a ser aparte de médi­co-científicos, también históricos, filosóficos, bíblicos y teológicos. Para el ser humano, sufrir se con­virtió en un evento que afrontar y asumir… una y otra vez. Pero a la luz de la fe, cada padecimiento físico, mental o espiritual, es un encuentro con Jesucristo, cuyas aflicciones significaron la salva­ción de la humanidad. Aceptar el sufrimiento, aceptar la enferme­dad, es abandonarse a la voluntad divina y participar del sacrificio de Jesús, ya que, así como lo afir­ma el Catecismo de la Iglesia Ca­tólica (CIC), la enfermedad puede llevar a la angustia, desesperación e incluso rebelión contra Dios, sin embargo, “puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una bús­queda de Dios, un retorno a Él” (CIC #1501).

La enfermedad en el Antiguo Testamento

“El hombre del Antiguo Testa­mento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por su enfermedad (Cf. Sal 38) y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implo­ra la curación (Cf. Sal 6, 3; Is 38). La enfermedad se con­vierte en camino de conversión (Cf. Sal 38, 5; 39,9.12) y el perdón de Dios in­augura la curación (Cf. Sal 32, 5; 107, 20; Mc 2, 5-12). Is­rael experimenta que la enferme­dad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la vida: “Yo, el Señor, soy el que te sana” (Ex 15, 26).  profeta entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (Cf. Is 53,11). Finalmen­te, Isaías anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdo­nará toda falta y cu­rará toda enferme­dad (Cf. Is 33, 24)” (CIC #1502).

¿Por qué existe el mal?

Los no creyentes y hasta los mismos cristianos, se han cuestionado acerca de la existencia del dolor: “Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite el sufrimiento?”, la doctrina de la Iglesia asegura que, aunque no es posible dar una respuesta simple a un interrogante tan misterioso como doloroso, el conjunto de la fe cristiana responde a “la bondad de la creación, el drama del peca­do, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, tam­bién libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o recha­zar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (CIC #309). De manera que, el sentir dolor, enfermarse, sufrir, es la certeza del bien que se recibirá al seguir un camino confiando en que Jesús, Muerto y Resucitado, es el vencedor del mal.

Jesús prefirió a los que sufren

Al iniciar su vida pública, Jesús mostró compasión y misericordia por los que sufren, “vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos ne­cesitan” (Mc 2, 17). Él tomó el su­frimiento humano, se redujo a la miseria del hombre por completo, para enseñar cómo se trasciende del dolor a la salvación divina.

‘Salvifici doloris’ (Sufrimiento redentor)

El 11 de febrero de 1984, el Papa san Juan Pablo II, publicó la Carta Apostólica ‘Salvifici doloris’, que traduce “sufrimiento redentor”, donde enseña sobre la estrecha relación entre lo humano y lo di­vino en las situaciones de dolor, tomando como fundamento las afirmaciones del Apóstol Pablo: “Suplo en mi carne lo que fal­ta a las tribulaciones de Cristo, por su Cuerpo, que es la Igle­sia” (Col 1, 24), ya que aseguraba Su Santidad que, “estas palabras parecen encontrarse al final del largo camino por el que discurre el su­frimiento presente en la historia del hombre e ilumina­do por la palabra de Dios (…) El Apóstol comunica el propio descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede ayudar -como le ayudó a él mismo- a penetrar en el senti­do salvífico del sufrimiento” (SD #1).

Como se expresaba al inicio de este artículo, la ciencia y la medi­cina aportan sus grandes estudios para aliviar el dolor y/o sanar la enfermedad, a esto Juan Pablo II le llama el “método de reaccionar”, el de la te­rapéutica, pero explica que este es únicamente un sector en el amplio terreno del sufrimiento humano, el cual es mu­cho más “vasto, varia­do y pluridimensional”, ya que los grandes su­frimientos del hombre no alcanzan a ser cu­biertos por la medicina; uno de ellos, es el dolor espiritual, cuando “el alma duele”, está me­nos identificado por las investigaciones y re­sulta menos alcanzable por la terapéutica.

San Juan Pablo tiene en cuenta las dudas de los hombres ante la rea­lidad del sufrimiento, y también pone en re­levancia la tradicional pregunta: “¿por qué el mal?”, dando una respuesta cristiana y enfatizando en que “es distinta a la que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que creen que la exis­tencia es un mal del cual hay que liberarse (…) Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en particular cuando «debería» tener parte -en circunstancias norma­les- en este bien y no lo tiene” (SD #7).

¿Y las guerras? Dejan muerte, en­fermedad, desolación y miseria, grandes causales del sufrimiento. Para el Papa, el origen de las mismas son pro­ducto de los errores y culpas del hombre. Entonces, ¿las cala­midades naturales, pandemias, catástro­fes o los diversos flagelos socia­les? ¿Por qué? Este es un sufri­miento colectivo, del mundo, que de cierta manera es un mundo que también ha sido transformado por las acciones del hombre.

Pero el hombre muere solo si pierde la vida eterna, este es un sufrimiento definitivo, el cual quiso redimir el Hijo de Dios, al permitir solo el sufrimiento tem­poral, mientras cada uno avanza en el caminar cristiano y alcanza el fruto de su misión salvífica. “Él vence el pecado con su obe­diencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección” (SD #14). Esta obra de Jesucristo, es la esperanza con la que vive cada cristiano en la tierra, la esperanza de alcanzar la vida eterna, acep­tando los sufrimientos tempo­rales, siendo conscientes de que sufrir hace parte de la existencia humana y que detrás de ello, se esconde una fuerza mayor y una gracia especial: la conversión. En la tribulación, es sin duda cuando más se profundiza en la búsque­da de Dios, Quien está dispuesto a recibir en su Reino a cada hijo suyo que ha trabajado en tener un corazón como el de Jesucristo.

“Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es una con­firmación particular de la gran­deza espiritual que en el hombre supera el cuerpo de modo un tan­to incomprensible. Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente inhábil y el hombre se siente como incapaz de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual, constituyen­do una lección conmovedora para los hombres sanos y normales” (SD #26).

Madurar y crecer espiritualmente en medio del sufrimiento, es estar en gracia con el Redentor Cruci­ficado, Él es quien transforma el corazón de los hombres y vence el sufrimiento definitivo, siendo el artífice del “bien definitivo”, como lo describe san Juan Pablo, resaltando que esta victoria es úni­camente resultado de una trans­formación interior, por esto, es el hombre quien debe permitirle al Señor, actuar en su interior, con el poder de su “Espíritu de Verdad, de su Espíritu Consolador”.

La misericordia divina está plas­mada en el sufrimiento y la enfer­medad, cuando en los rostros del dolor, se encuentra el rostro de Jesucristo, quien sufrió intensa­mente los dramas humanos, des­de la pobreza, la injusticia, hasta las heridas y la muerte; una de las conclusiones de ‘Salvifici dolo­ris’ es precisamente que, “el mis­terio de la redención del mundo está arraigado en el sufrimiento de modo maravilloso, y este a su vez encuentra en ese misterio su supremo y más seguro punto de referencia” (SD #31).

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