“Orar por los fieles difuntos: un acto de amor más allá de la muerte”

Foto: tomada de internet

Por: Pbro. Roberto Alfonso Garzón Guillén, párroco de San Francisco Javier.

Cada año a lo largo de la vida, cuando el calendario litúrgico invita a orar por los hermanos difuntos, en especial en el mes de no­viembre, el Espíritu Santo a través de esta oración nos renueva en la certeza de que la muerte no tiene la última pa­labra y que la oración se convierte en la herramienta de fortaleza y de unión espiritual con Dios, con quienes han partido y están en su presencia. La oración por los difuntos no es un ges­to de costumbre, sino una profunda manifestación de fe, esperanza y amor que nos une, más allá del tiempo y del espacio, con aquellos que han retor­nado hacia el Padre.

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha mantenido viva esta tradición. San Agustín exhortaba: “No dudemos en socorrer a los que han partido y en ofrecer por ellos nuestras oraciones” (Sermón 172). Esta práctica no nace del temor por la muerte, sino de la confianza en la misericordia de Dios y en la comunión de los santos, como lo cita la oración de profesión de fe, “el credo”. El Catecismo de la Igle­sia católica nos enseña que: “nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión por nosotros” (CIC 958). Orar por los difuntos, por tanto, es una expresión concre­ta de comunión: ellos no están ausentes, sino trans­formados; no han desapa­recido, sino que viven en la plenitud del amor de Dios.

La Sagrada Escritura orienta con fundamentos sólidos frente a esta prác­tica. En el segundo libro de los Macabeos, se narra cómo Judas “hizo una colecta y la envió a Jerusa­lén para ofrecer un sacrificio por los pecados de los muertos, obrando así con gran rectitud y nobleza” (2 Mac 12, 43-45). Este texto revela una fe antigua en la purificación y en la espe­ranza de la resurrección. En el Nuevo Testamento, Jesús mismo proclama: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivi­rá” (Jn 11, 25). Quien ora por sus di­funtos confía en esa promesa y coope­ra con la obra redentora de Cristo, que desea que todos los hombres se salven (Cf. 1 Tim 2, 4).

Cuando se elevan las oraciones por quienes han partido, el amor se con­vierte en puente. En ocasiones con sentimientos de dolor, nostalgia o ausencia, pero la oración transforma todo vacío en esperanza. Otras acciones como en­cender una vela, visitar un cementerio, participar en la Eucaristía o rezar el rosario por los difuntos no son simples gestos piado­sos: son signos de fe en la comunión eterna que Cristo ha inaugurado con su resurrec­ción. En la Misa, especialmente, se vive el momento más profundo de co­munión con Cristo, entre los herma­nos, con los santos y difuntos, porque el sacrificio de Cristo abraza a vivos y difuntos en un mismo misterio de amor. Como enseñó el Papa Francis­co: “en cada Eucaristía recordamos que no estamos solos, que la Iglesia es un cuerpo vivo que trasciende el tiempo y une cielo y tierra” (Homilía, 2 de noviembre de 2021).

Orar por los difuntos también educa el corazón, puesto que ayuda a reco­nocer que la vida es un don de Dios cada día y que la existencia está lla­mada a la eternidad. De esta manera la enseñanza es clara para vivir con sentido, en reconciliación, en perdón y a dejar huellas de amor en el mun­do. Recordar a los seres queridos no es aferrarse al pasado, sino poner ple­namente la confianza en el futuro de Dios, donde toda lágrima será enjuga­da (Cf. Ap 21, 4).

Queridos hermanos, ésta reflexión es con la intención de invitar a todos los fieles a no dejar que el recuerdo de los seres queridos se apague con el paso del tiempo, sino a mantener viva toda acción que fortalezca la espiritualidad de comunión con Dios y con la reali­dad trascendente en la que se encuen­tran quienes ya partieron a Él, con ac­ciones como visitar el cementerio con fe, rezar en los hogares por quienes se han ido, ofrecer la Santa Misa por sus almas y orar como lo cita la obra de misericordia “orar por los vivos y por los difuntos”, por quienes sufren la partida de un ser querido y por aque­llos que partieron al encuentro con el Padre. Cada oración, cada gesto, cada luz encendida es una semilla de eter­nidad.

Que en este tiempo de oración por los difuntos se den en cada hogar y en cada corazón momentos de oración en los que el amor no muera, sino que se transforme, se purifica y se eleva hacia Dios.

María, madre de la Esperanza, acom­paña las súplicas y enseña a mirar más allá del dolor, hacia la alegría de la resurrección. Que las oraciones sean alivio para las almas que esperan el abrazo del Padre, y consuelo para to­dos en la peregrinación con fe hacia la vida eterna. “Que el Señor les con­ceda el descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetua. Amén.”

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