Hace ya algunos años el Papa Benedicto XVI, en una famosa intervención ante algunos políticos europeos, recogiendo la experiencia milenaria de la Iglesia, Maestra en humanidad, declaró que ni la vida humana, ni la familia, ni la educación son principios negociables (Benedicto XVI, 30 de marzo 2006).
El Papa en su momento nos recordó claramente cómo la vida humana es sagrada desde su inicio mismo, desde el instante de la concepción hasta su fin natural. Claramente no está en juego, no se puede exponer un don tan grande a las ideas de quienes, por culpable ignorancia, pretenden dejarla a disposición de quienes la quieran impedir, interrumpir o truncar siguiendo los criterios de un humanismo disfrazado en el que la visión del hombre queda recortada a su utilidad.
La familia, célula fundamental de la comunidad humana, tampoco es negociable. Obviamente que se habla de la forma natural y original de la familia con todo lo que representa la grandeza de la unión de un hombre y una mujer, que abiertos a la vida, quieren encontrarse para conformar un espacio de amor y de comunión (espiritual, corporal, de convivencia) que se refleja en los hijos, en la descendencia que expresa la calidad del amor que la engendra y la fidelidad al mandato divino que, más que prolongar una especie, busca hacer del mundo el hogar de pequeñas comunidades humanas en las que no faltarán las limitaciones, pero que se vuelven células de una sociedad que no podría existir sin esta realidad al tiempo bella y comprometedora. Es una comunidad de vida, en la cual el hombre y la mujer, unidos por el amor y bendecidos por Dios, regalan el don de la vida.
Por ello, todo lo que se refiera a la familia, debe estar marcado por el respeto a su identidad, por la salvaguarda de sus derechos, por el afán de custodiar lo que con razón avalada por la sabiduría de la experiencia iluminada por la voz misma de Dios, se ha querido llamar Santuario de la Vida en el que, si bien hay dolorosas y complicadas situaciones, no puede cambiarse lo que la misma creación hace evidente y lo que genere un desarrollo armónico de la persona y de la comunidad humana.
Entre las cosas que no podemos negociar está la Educación, tanto la forma como los contenidos, pues es el lugar y el espacio donde formamos y modelamos al hombre, desde su infancia. Educar está mucho más allá de generar y ofrecer información, no es solo la metodología y la forma.
Educar es formar la persona, mostrarle horizontes claros, poner en el corazón de todos verdades estables y claras, no informaciones confusas, valores auténticos, que sean capaces de vencer el relativismo de las cosas sin sentido y de las posiciones parciales que se quieren imponer como verdades definitivas.
La educación es algo muy complejo y exigente. No es una organización que transmite datos es una experiencia que modela seres maduros y equilibrados, capaces de decidir, de vivir a plenitud, de acoger con respeto y colmar de esperanza el corazón de todos.
La educación no es una caprichosa actividad que ensaya pedagogías dudosas y favorece ideas oscuras que deforman al ser humano o lo encasillan en modos y costumbres parcializadas. Es generar libertad en el precioso significado de la expresión que está muy lejos de ser caos y desorden, para indicarnos que es armonía y bondad, belleza y paz que nos permiten seres humanos que más que informados, han sido modelados por la sabiduría de siglos de verdad y de bondad. Con presuntos criterios de modernidad, de aparente libertad, se van imponiendo modelos educativos y contenidos, incluso en el campo moral que son inaceptables para la Iglesia católica.
Tenemos que defender al hombre y los contenidos de una verdadera formación. No podemos defender, y menos dejar pasar principios que no forman en la verdad y en los sanos principios del bien, de la verdad y de la trascendencia que Dios quiere para el hombre. La Educación no es la academia del relativismo.
No puede estar sujeta a principios fútiles y pasajeros y depender de la voluntad de un funcionario o de una simple moda o defensa de una propia condición. La Educación tiene que estar fundada en el santuario de verdades tan claras y luminosas que, como las que ilumina la fe, le dan al ser humano su altura y su grandeza y lo distancian del caos, del desorden, de la violencia y de la inmoralidad. Principios y valores morales no pueden depender de la volatilidad de momentos y de actitudes que pretenden fortalecer posiciones que no corresponden al sentimiento de todos los miembros de la comunidad, especialmente en momentos que son fundamentales para la persona humana (niñez, adolescencia, juventud).
Estas batallas tenemos que afrontarlas con claridad y verdad, con respeto por las personas humanas si, por su condición natural y por su diversidad. Pero tenemos que afirmar la verdad y los principios que nos son negociables. La Iglesia de frente a estas propuestas toma la bandera de la verdad y de la defensa de los altos principios que constituyen a la persona humana.
¡Alabado sea Jesucristo!