¿Pentecostés o marketing espiritual?

Por Luis Francisco Salazar Cucaita

Pentecostés no es solo una fiesta litúrgica, es el corazón palpitante de la Iglesia naciente. Allí, en el cenáculo, el miedo dio paso al fuego, y el encierro a la misión: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,4). Es el momento en que el cielo irrumpe en la historia, y una comunidad asustada se convierte en testigo valiente.

Pero lo que más sorprende del relato no es la espectacularidad del viento o las lenguas de fuego, sino el milagro de la comprensión: “Cada uno los oía hablar en su propia lengua” (Hch 2,6). No fue una experiencia aislada, sino profundamente comunitaria. Pentecostés consagró la unidad en la diversidad, el sueño orante de Jesús: “Padre, que todos sean uno, como tú en mí y yo en ti” (Jn 17,21).

Sin embargo, ese sueño sigue siendo una herida abierta. Aquella Iglesia “una, santa, católica y apostólica” (Credo niceno-constantinopolitano) ha sido fragmentada por la historia. No por obra del Espíritu, sino por soberbias humanas, rupturas doctrinales y heridas no sanadas. El Cisma de Oriente y Occidente (1054) y la Reforma protestante (1517) fueron apenas los inicios visibles de una fractura que no ha cesado. Hoy, más de 45.000 denominaciones cristianas, muchas sin comunión entre sí, son testigos de una Babel que Pentecostés intentó remediar.

El principio protestante de la Sola Scriptura, desligado de la Tradición y el Magisterio, abrió paso a una infinidad de interpretaciones personales. Cada desacuerdo doctrinal, cada disputa por poder o carisma, da origen a una nueva “iglesia”. En vez de comunidad, muchas expresiones de fe se han convertido en marcas. El cristianismo ha sido contaminado por la lógica del mercado: predicadores con slogans, cultos que parecen espectáculos, y una espiritualidad que más que convertir, entretiene.

El fuego del Espíritu ha sido sustituido, en muchos casos, por fuegos artificiales. El discernimiento por la autoafirmación. La misión por la autoexposición. La fe, reducida a emociones intensas pero superficiales, ya no transforma la vida, sino que se adapta a los gustos del consumidor. Así, surgen las nuevas espiritualidades postmodernas: sincréticas, individualistas, sin cruz, sin comunidad, sin Cristo.

En lugar de abrirnos al misterio de Dios, muchas de estas propuestas se enfocan en “energías”, “universos”, “vibras” o “conexiones” cósmicas. Son caminos espirituales sin conversión, sin verdad, sin exigencia. Se parecen más al narcisismo terapéutico que al seguimiento del Crucificado. Como advirtió San Pablo: “Llegará un tiempo en que no soportarán la sana doctrina… y se rodearán de maestros que les hablen según sus propios deseos” (2 Tim 4,3).

Pentecostés no es una marca. Es un movimiento del Espíritu que rompe el ego y edifica la comunión. Es don gratuito, no producto vendible. Es viento impetuoso, no estrategia de marketing. Hoy, más que nunca, necesitamos una nueva efusión del Espíritu, una que no solo haga hablar en lenguas, sino que enseñe a escuchar con el corazón; que no funde más ministerios personales, sino comunidades auténticas; que no divida, sino que reconcilie.

La Iglesia de hoy debe volver al cenáculo, pero no como refugio de élites espirituales, sino como lugar de docilidad y conversión. Porque mientras no seamos uno, la oración de Jesús seguirá esperando cumplimiento. Y Pentecostés será liturgia, pero no vida.

“No se embriaguen con vino, que lleva al desenfreno; al contrario, llénense del Espíritu” (Ef 5,18). Es tiempo de vaciarnos de nosotros para llenarnos de Dios.

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