Jesucristo: la luz del mundo

Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis

“Yo soy la luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

Continuando con los títulos con que Jesús se autodefine, en esta oportunidad se abordará la referencia a Jesús como la Luz, que de manera velada viene a indicar una confesión de su divinidad, pues la luz plena es Dios que emana hacia todas sus criaturas.

  • La imagen de la luz, en la infancia de Jesús

San Lucas nos ofrece exquisitos detalles sobre la infancia de Jesús, resaltando en diversos momentos, la imagen resplandeciente de Jesús que viene al encuentro del hombre. Desde el instante mismo de la encarnación de Jesús, su presencia se manifiesta como luz que se gesta en el vientre de María (cfr. Lc 1, 35). En el relato de la visitación de María a Isabel, su presencia se torna como luz que llena de gozo y de Espíritu Santo a Isabel y hace saltar de alegría la criatura que llevaba en su vientre (Cf. Lc 1, 41-44) dado que identifica en quien les visita, la presencia de aquel que llega como luz resplandeciente a iluminarles.

Una vez acontecido el nacimiento de Juan el Bautista, su padre Zacarías quien hasta ahora había permanecido mudo por su incredulidad, proclama a Jesús como: “La luz que viene de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1, 78-79).

Cuando sucede el nacimiento de Jesús, justamente su presencia se identifica como luz, manifestada en esa noche a los pastores: “La Gloria del Señor los envolvió con su luz” (Lc 2, 9) y que enseguida evidenciaron como primeros testigos del nacimiento del Salvador (Lc 2, 16). Posteriormente a los cuarenta días siendo presentado Jesús en el templo, Simeón le confiesa como: “Luz para iluminar a las naciones y gloria de su pueblo Israel” (Lc 2, 32).

Por último, en estos relatos de la infancia, Jesús como luz, se manifiesta en el Cristología signo de la estrella, que ven aparecer los magos venidos de Oriente, identificando esa estrella con el nacimiento del “rey de los judíos” a quien se disponen a adorar (Cf. Mt 2, 2).

  • El Reino de Dios: manifestación luminosa de Jesús

A partir del Bautismo de Jesús, en que “se abrieron los cielos” (Mt 3, 16) la vida y obra de Jesús se torna en una manifestación esplendorosa de la gloria de Dios, en cada una de sus Palabras anunciadas y en cada uno de los milagros realizados, con un profundo sentido salvífico, pues inaugura en la tierra el Reino de Dios, en que todos los hombres están llamados a entrar. El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo: “Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo” (Lumen Gentium 5).

En ese sentido el Catecismo de la Iglesia católica (CIC n. 545), ofrece una síntesis de lo que implica en el mundo, la inauguración del reino de Dios: Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (Cfr. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

En la medida que el hombre, es capaz de acoger esa invitación de entrar al Reino de Dios, erradicando de su vida lo que le separa de Dios y haciendo una elección preferencial para alcanzar ese reino, será presencia luminosa de Dios en su vida, que le libera de las tinieblas del pecado y le permite entrar en la dimensión de la luz de la eternidad.

  • La Transfiguración de Jesús

Por un instante, Jesús manifiesta su gloria divina, como visión anticipada del Reino. Relata San Lucas que: “El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 29-31).

La Transfiguración, concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21) gloria que contemplaron Pedro, Santiago y Juan; en aquel momento y que a su vez, Moisés y Elías ya habían contemplado en la montaña.

Su transfiguración, es la evidencia de la certeza de la luz de la vida que promete Jesús, cuando se auto revela como la luz del mundo (Cf. Jn 8, 12) en la medida en que se le crea y se le acepte como salvador.

  • Llamados a ser luz en el mundo

En el Evangelio de San Mateo, Jesús advierte que: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu cuerpo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso, pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Si la luz que hay en ti es oscuridad ¡que oscuridad habrá! (Mt 6, 22-23) invitando de esta manera a hacer una elección preferencial por Dios, dejando claro que “nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 24).

Ya en el capítulo quinto de este evangelio, Jesús había enseñado “ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 14) animando a quienes le escuchaban, a la coherencia de vida y la necesidad de resplandecer luminosos en la realización del bien: “Brille así su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Ser luz significa, hacer todo lo posible para vivir cada día de una manera que agrade a Dios, en una total apertura y disposición a Dios, permitiendo que se cumplan sus designios y propósitos, sintetizados en la regla suprema del amor que ha dejado: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn15, 12). Justamente la vivencia del amor, es lo que posibilita permanecer en “Dios que es luz, en quien no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5) conduciendo al creyente a tener claro que “quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza” (1 Jn 2, 10).

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