Por: Diác. Elkin Jesús Ardila Boada, Teólogo Bíblico. Parroquia Sagrada Familia
Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1).
Este texto bíblico del Apocalipsis a lo largo del tiempo ha tenido diversas interpretaciones en torno a la figura de la Madre-Reina, haciendo referencia a Israel,
Jerusalén y a la Iglesia como madre revestida del favor divino; pero sin duda la madre revestida de sol por excelencia es la Madre de Dios, de quien Lucas dice: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 26). Es fundamental iniciar diciendo que, de la maternidad divina de la Santísima Virgen, se desprenden todas las perfecciones y privilegios que le adornan como la llena de gracia; por la realeza de su Santísimo Hijo, Ella es la reina madre. Es posible hablar del reino de Jesús y de María, pues a la madre del rey le es propio el trono.
«La Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores1» (Lumen Gentium 59).
El sí de María ante las palabras del Ángel da el consentimiento libre a su papel fundamental en el plan salvífico de Dios. Efectivamente todo parte de la voluntad divina pero siempre respetando la libertad humana; ante la propuesta de ser la Madre de Dios (Theotokos) María dice: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38); reconociendo la grandeza de Dios quien la exaltaría por tan grande humildad y generosidad.
En este orden de ideas, María es bendita entre todas las mujeres, y es la perfecta discípula, es el ejemplo de las virtudes y la reina de la paz, sin duda su cooperación en la extensión del reino fue y es crucial para la Iglesia, ya que además es la Mater Ecclesiae, la cual cuida de sus hijos que son perseguidos: «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17).
¿Desde cuándo se le atribuye a la Virgen el título de reina?
«A partir del siglo V, casi en el mismo período en que el Concilio de Éfeso la proclama Madre de Dios, se empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo (…) Pero ya en un fragmento de una homilía,
atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi Señor, tú, mi Señora». San Juan Damasceno atribuye a María el título de «Soberana»: “Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas”».2
Como ya se ha dicho, la realeza de María está subordinada a la de Cristo, quien no solo es rey por ser Hijo de Dios sino porque es el Redentor; la Madre de Dios es la nueva Eva que coopera en la obra de Dios y representa de manera especial al género humano. El misterio de la Asención y la Asunción están relacionados, pues al ser asunta al cielo, María posee y ejerce sobre el universo una soberanía dada por su Hijo, lo cual no quiere decir que la realeza de María nos aleja de Ella, sino que por el contrario su solicitud para con sus hijos es permanente y a través de su intercesión obtenemos favores y gracias.
En definitiva, la Santísima Virgen es establecida por el Señor como Reina universal del cielo y de la tierra, ha sido elevada sobre todos los seres celestes y sobre la jerarquía de los santos y eso da a la Iglesia una especial gracia, la de tener una Madre-Reina que intercede, guía y acompaña. «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo».3