Por: Pbro. Javier Alexis Agudelo Avendaño, Lic. en Derecho Canónico de la UPJ, párroco de Jesucristo Buen Pastor
En el Catecismo de la Iglesia Católica leemos: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo a conocerlo con todas sus fuerzas” (CIC N. 1).
Lo primero que debemos dejar claro es que no somos nosotros los que buscamos a Dios, es Él quien nos busca porque quiere entablar con el hombre de todos los tiempos una relación de amor aun cuando el hombre ha traicionado su confianza (Gn 1, 9-10). Esta salida de Dios hacia el hombre tiene como principio el hecho de que el hombre, creado a su imagen y semejanza, es la única criatura capaz de entrar en este diálogo. Lo cierto es que antes que el hombre pueda pensar bien acerca de Dios, debe haber en él una iluminación interior. Esta puede ser imperfecta, sin embargo, el hecho existe y es la causa de todos los anhelos, búsquedas y oraciones subsiguientes. Buscamos a Dios porque él ha puesto en nosotros deseos de dar con él: “Nadie puede venir a mí —dijo el Señor Jesús- si mi padre celestial no le trajere” (Jn 6, 44). Y es esa atracción de Dios lo que nos quita todo vestigio de mérito por haber acudido a él. El impulso de salir en busca de Dios emana del propio Dios, pero el resultado de dicho impulso es que sigamos ardorosamente en pos de Él: “Como busca la cierva, corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío ¡Tengo sed de Ti, Señor, ¡Dios mío! ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 41, 1-2). Y mientras andamos en pos de Él, estamos en sus manos: “Tu diestra me ha sostenido” (Sal 63, 8).
Esa relación entre Dios y los hombres ha caído en nuestros tiempos en una crisis existencial. Por un lado, porque hemos entendido de manera equívoca esa relación con Dios llevando a una pretensión de querer manipular a Dios a nuestros antojos. Por otra parte, porque nos hemos dejado contagiar del a t e í s m o moderno que nos ha planteado un sin número de interrogantes sobre la existencia de Dios basados en un racionalismo escéptico. Ahora bien, si fuera posible demostrar la existencia de Dios, como se demuestra una ley física o un problema matemático, todo eso significaría que Dios es algo ultramundano, manipulable por el hombre. Pero, así comprendido, Dios no sería más Dios. Si partimos del punto de vista de la esencia de Dios, que es misterio, se llega a que una demostración de Dios en tal sentido es imposible.
La búsqueda de Verdad-Dios en el pensamiento agustino
En su libro “La entraña del cristianismo” (Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997) el teólogo Olegario González de Cardedal describe al hombre como ser caminante, marinero, peregrino (p. 306). Afirma que “el hombre no es estancia, sino andadura; no es una posada, sino un camino (…) El hombre es constitutivamente el que pregunta por la realidad que se le entrega y desvela (verdad), por la significación para su propio destino (sentido), por la posible
desembocadura de este en la nada y el vacío (condenación) o en la plenitud de la vida (salvación). La existencia es así camino hacia el fundamento, hacia la verdad, hacia el sentido, hacia la salvación” (p. 306). Dicho de otro modo, el ser humano es una pregunta que no cesa, una búsqueda incesante, un afán por desentrañar los enigmas de la realidad.
Todas las filosofías y religiones dicen que el hombre es camino hacia Dios; el cristianismo añade que Dios es camino hacia el hombre. San Agustín comenta: “Si Él (Dios) no hubiera tenido voluntad de ser camino, andaríamos siempre extraviados. Se hizo camino por donde ir. No te diré ya: “Busca el camino”. El camino mismo es quien viene a ti. Levántate y anda” (Sermón 141). Resaltado la mediación de Cristo, podemos decir que Cristo es el camino por el cual Dios viene en la búsqueda del hombre y a la vez es camino por el que el hombre va en búsqueda de Dios.
Un mundo relativo para un hombre pos-moderno
La búsqueda es algo que esta innato en la persona, es decir, que hace parte de su naturaleza. Busca el sentido de la existencia y su fin último, busca comodidad, busca una mejor condición de vida y así podemos proponer muchas búsquedas más. Sin embargo, es importante que echemos una mirada al hombre pos-moderno y podemos darnos cuenta que estamos viviendo una época en la que prevalece lo fugaz, lo mediático, la idolatría de lo sensual que han hecho que el hombre pierda aspiraciones y búsquedas que le den sentido a la existencia. La búsqueda de la Verdad-Dios ha pasado a un plano inferior para que el hombre pos-moderno se desenvuelva en una sociedad que nos acostumbra a la indiferencia y nos deslumbra con la fascinación del escándalo.
En nuestros ambientes se respira un aire de relativismo y dispersión que imposibilitan la búsqueda del verdadero sentido de la vida y de Dios. Nos encontramos ante un ser humano debilitado por sus grandes esfuerzos por buscar dinero, sexo, poder, éxito a cualquier precio, o por conseguir las versiones actuales de mejorar permanentemente el nivel de vida, bienestar y seguridad. Un hombre trivial nadando entre las modas de la temporada perdiendo autenticidad. Un hombre light caracterizado por la ausencia de valores, según Enrique Rojas, ya que se fundamenta en la exaltación del momento, la apoteosis de lo efímero y el aumento de la superficialidad; una existencia donde la apariencia externa es más importante que lo que hay dentro. Traído y llevado por los estímulos exteriores, a los que se entrega y con los que pretende alcanzar la felicidad. Y todo cogido por los hilos finamente entrelazados del materialismo y el consumismo (Enrique Rojas, El hombre light, Madrid 1992).
Caminemos ardorosamente en la búsqueda de Dios
La teología cristiana enseña la gracia preveniente, que, dicho brevemente, significa que el hombre, antes que busque a Dios, Dios está buscándole. Toda relación social entre los seres humanos se origina en el trato personal de unos con otros. A veces comienza con un encuentro casual, pero con el trato continuo, dicho encuentro fugaz se convierte en la más íntima amistad. La religión, siempre que sea genuina, es la respuesta que dan las personas creadas al Creador: “En esto consiste la vida eterna, que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17, 3). Este conocimiento solo es posible mediante un encuentro personal, amoroso e íntimo entre dos personas con quienes se intercambia una experiencia de vida.
Un aspecto importante para nuestra vida es saber que Dios es persona, y en las profundidades de su poderosa naturaleza piensa, tiene deseos, goces, sentimientos, amor y padecimientos, como puede tenerlos cualquier otra persona. Para darse a conocer a nosotros se nos presenta como una persona. Se comunica con nosotros por medio de nuestra mente, nuestra voluntad
y nuestras emociones. El intercambio continuo e ininterrumpido de amor y pensamiento entre Dios y el alma creyente, es el corazón palpitante de la religión del Nuevo Testamento.
Esa relación personal de Dios con el hombre y del hombre con Dios, tiene como característica el amor y la misericordia. Y es precisamente a la luz de la Divina Misericordia, que el hombre
descubre de nuevo y se da cuenta de la verdad fundamental que muestra que en su corazón hay un gran anhelo de amor. El hombre es un ser espiritualmente abierto que busca a Dios. El salmista expresa este profundo deseo, y el anhelo interior del Dios vivo: “Dios, tú mi Dios, yo te busco, mi ser tiene sed de ti, por ti languidece mi cuerpo, como erial agotado, sin agua” (Sal 63).
Esta relación de amor y misericordia despierta en el hombre la confianza que es el fruto de la búsqueda de Dios; Él mismo injertó en el corazón humano el hambre de una íntima relación personal con Él, vínculo que se va desarrollando a través de la vida de oración. Él mismo invita al hombre a escuchar lo que le va diciendo a través de las palabras de la Sagrada Escritura, para que, al escuchar, se percate de su presencia amorosa que mora en su interior.
Buscar a Dios en lo profundo
Un ejemplo de esa búsqueda profunda del hombre a Dios la vemos en los santos que fueron y siguen siendo hombres, mujeres, jóvenes y niños sedientos del amor divino. Los santos lo buscaron en lo profundo de su corazón. Es allí donde mantenían un incesante diálogo con Él; también allí descubrían la verdadera fuente de su felicidad y de la fuerza; allí, experimentaban
de un modo nuevo el amor de Dios. Vale la pena mencionar a algunos santos: a san Ignacio de Loyola, que fue guiado e instruido por Dios como lo es un alumno bajo la tutela de su maestro; o a santa Teresa de Jesús, quien buscaba a Jesús en su corazón; también cabe mencionar a san Juan de la Cruz, que al compartir su experiencia mística, nos hablaba de su búsqueda de Dios, impregnada de un gran anhelo, como la añoranza de la esposa que busca al esposo; o a santa Faustina Kowalska, que conversaba con Jesús en lo más profundo de su corazón.
San Ignacio de Loyola escribió a la hermana Teresa Rejadell que Dios toca interiormente al alma y le habla sin palabras: “Muchas veces el Señor nuestro mueve y fuerza a nuestra ánima a una operación o a otra abriendo nuestra ánima; es saber, hablando dentro de ella sin ruido alguno de voces, alzando toda a su divo amor” (Ignacio de Loyola, Obras completas, Cuarta Edición Revisada, Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid, 1982).
En esta experiencia de fe juega un papel fundamental la soledad. La soledad, el silencio y la oración son las condiciones necesarias para entrar en el camino que lleva a las profundidades del corazón. La soledad no es una huida, una forma de escapar de la gente, sino el crear un espacio, único para ir al encuentro consigo mismo y para encontrarse allí con Dios. La soledad consiste en comparecer con valentía ante el propio misterio, que suele ser difícil de asumir. Dicho misterio sólo se puede acoger con el corazón. La soledad, elegida y vivida conscientemente, consiste en superar el sentimiento de sentirse solo, que no es otra cosa que la vivencia subjetiva de sentirse incomprendido, de no saberse amado, de verse despreciado, como ignorado. Sólo el hecho de entrar de forma consciente en esta experiencia puede constituir el camino a la sanación interior y a la apertura a los demás.
Al entrar en el silencio, el hombre se abre a sí mismo, a su mundo interior, con sus penas y alegrías, se abre a las esperanzas que están profundamente ocultas, y a las decepciones que, por lo general, no quiere ni conocer, no quiere saber nada de ellas. La soledad y el silencio le permiten hablar al corazón en su dimensión más profunda, creando un espacio y ofreciendo un tiempo para abrirse a una nueva dimensión. El silencio no significa ausencia de palabras,
sino el poder adquirir la sensibilidad necesaria para oír la voz de Dios. Para Santa Faustina: “El silencio es un lenguaje tan poderoso que alcanza el trono del Dios viviente. El silencio es su lenguaje, aunque misterioso, pero poderoso y vivo” (María Faustina Kowalska, Diario. La Divina Misericordia en mi alma (Marian Press: Stockbridge, MA, 2004).