El Sagrado Corazón de Jesús “manifestación del amor de Dios”

Por: Juan Carlos Ballesteros Celis. Pbro.

Dios es amor y quien perma­nece en el amor permane­ce en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).

En este versículo se sintetiza toda una gran verdad revelada por designio amoroso de Dios, que viene a ser el epicentro de nuestra fe en Él y que se nos revela esencialmente como amor. próximos a la celebración de la fiesta del Sagrado Corazón, abordamos esta nueva catequesis, para reflexionar en el misterio del amor de Dios, manifes­tado en Cristo Jesús.

  • El simbolismo del Corazón de Jesús

Generalmente la imagen del corazón, se ha asociado al amor y a nuestra vida moral y emocional. El catecismo de la Iglesia Católica, señala que “la tradición espiritual de la Iglesia pre­senta el corazón en su sentido bíblico de “lo más profundo del ser” “en sus corazones” (Jr 31, 33), donde la per­sona se decide o no por Dios (n. 368).

Al contemplar la imagen del corazón de Jesús hemos de pensar en el amor de Dios. Más que detenerse en la ana­tomía de ese órgano allí visibilizado, se ha de apreciar con sentido de ado­ración y recogimiento, la representa­ción viva del amor de Dios por la hu­manidad, manifestado en Cristo Jesús, pues: “Solo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza” (CIC n. 1439). Un amor, que con fre­cuencia no es correspondido y de ahí que se muestra abierto y ensangrenta­do, herido por una corona de espinas, para remontarnos a su pasión y al su­plicio de la Cruz, donde se consumó la expresión más sublime del amor de Cristo Jesús por la humanidad.

Refiriéndose al Sagrado Corazón de Jesús, el Papa Benedicto XVI afirmó que “al ver el corazón del Señor, de­bemos de mirar el costado traspasa­do por la lanza, donde resplandece la inagotable voluntad de salvación por parte de Dios. No puede considerar­se culto pasajero o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el símbolo del ‘cora­zón traspasado’ su expresión históri­co-devocional, la cual sigue siendo imprescindible para una relación viva con Dios”.

  • El corazón Eucarístico de Jesús

La imagen del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerda el núcleo central de nuestra fe: todo lo que Dios nos ama con su Corazón y todo lo que no­sotros, por tanto, le debemos amar. De manera especial, la Eucaristía que es “centro y culmen de la vida cristia­na” es el espacio más genuino de con­templación y adoración del corazón de Jesús, que, en su inconmensurable amor, se hace a diario víctima y ali­mento en el altar, para santificación y salvación de cuantos acuden a Él con fe. Es como lo afirmó el Papa León XIII: “un acto de amor supremo con el que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su corazón ins­tituyó el adorable sacramento de la Eucaristía, a fin de permanecer con nosotros hasta el fin de los siglos, y ciertamente que no es una mínima parte de su corazón”.

Tanto la Eucaristía como el sacerdo­cio, son dones del Sagrado Corazón de Jesús, de forma que el culto rendido al corazón eucarístico de Jesús, incluye el amor sacrificial con el que Cristo, Cordero de Dios, se inmola perpetua­mente por la humanidad pecadora en todas las misas de la historia; amor actual que actualiza, renovando la ofrenda de su vida en el Calvario. Este mismo amor es el que adoramos en el corazón eucarístico del Cordero triun­fante y constantemente inmolado.

  • Amor revelado y amor mandado

“Tanto amó Dios al mundo, que en­tregó a su propio Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). De he­cho, como lo expresa la Escritura “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20) para mostrarnos que en verdad Dios nos ha amado a todos, con un corazón huma­no. Por esta razón, el Sagrado Cora­zón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación “es considerado como el principal indica­dor y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama continua­mente al eterno Padre y a todos los hombres” (CIC n° 478).

Hay una realidad que no podemos desconocer y es que nuestras rebel­días y desobediencias, desdibujan el amor plasmado en nuestros corazones y que de hecho contribuyen al suplicio incesante del Señor que, por amor, se sigue ofreciendo al Padre por nuestra salvación, en el sacrificio de la Euca­ristía.

Dios nos ha amado primero y ese amor revelado pide ahora ser corres­pondido y es que “El mandamiento del amor es posible, solo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser mandado porque antes es dado” (Deus caritas est 14). Nuestra tarea es el amor, amor al prójimo, que no pue­de reducirse solo a un mandamiento, sino que ha de ser una respuesta nues­tra al don del amor (Dios) que viene siempre a nuestro encuentro. Al res­pecto es bastante iluminador lo que se nos dice en la carta del Apóstol Juan: “El amor consiste en proceder según sus mandamientos, y el mandamiento que ustedes han aprendido desde el principio es que vivan en el amor” (2 Jn 1, 6).

El Papa Benedicto XVI, en su exhor­tación apostólica Dios es amor, nos ilumina en esta línea, cuando afirma: “Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama” (n. 18).

Como creyentes, hemos de correspon­der a ese amor de Dios en obediencia y rectitud de vida conforme a su san­tísima voluntad, puesto que “Si Dios nos ha amado tanto, debemos tam­bién nosotros, amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permane­ce en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (1 Jn 4, 11-12).

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