Celebrar la Navidad es hacernos partícipes del gozo de la pequeña Familia de Jesús, de la inmensa alegría que se nos revela en el misterio de la Encarnación, Dios que convive con la humanidad, Dios que se hace hombre para que la humanidad recobre su dignidad perdida, para que la vida misma encuentre sentido, para que cada experiencia humana se vea revestida de la grandeza de recordar que somos imagen y semejanza de Dios. El Niño Jesús nace en Belén de Juda, para regalar la salvación a todos los hombres.
Fiel a mi misión de Pastor y Padre de esta familia amada de la Diócesis de Cúcuta, debo proponer a cuantos me han sido confiados, una digna celebración de estos días de gozo y de esperanza. La Navidad no puede convertirse en una fiesta pagana, donde se pierde el valor de salvación del nacimiento de Cristo.
Es muy humano añorar tiempos de fiesta y de regocijo. Los dolores de cada día deben encontrar, sobre todo en este tiempo, el alivio de la alegría y el ambiente gozoso que produce el encuentro de las familias, la vivencia espontánea y reconfortante de las tradiciones que en estos días nos animan y fortalecen.
Pero debemos recordar que la fiesta implica una actitud madura, que sepa combinar el gozo propio de estos días con la inmensa responsabilidad de seguir construyendo una comunidad sólida, fiel, consciente de su destino y de su futuro. Tenemos que volver todos los ojos a Cristo y, con alegría, escuchar el anuncio de los ángeles que nos invitan a buscar el Niño acostado en un pesebre que es salvación para el género humano.
La Familia centra toda nuestra atención. Los hogares convocados por las tradiciones navideñas, han de recobrar su original grandeza, la dicha de encontrar padres e hijos reunidos, ya en la mesa familiar, ya en la oración con la que se prepara el nacimiento de Jesús.
Es preciso redescubrir la identidad cristiana de estas fiestas, máxime cuando hemos iniciado el Año Santo de la Misericordia, y logremos recuperar el verdadero sentido del nacimiento de Jesús, alejando con decisión todas aquellas cosas extrañas, foráneas, que irrumpen en nuestras fiestas y les dan ese tinte pagano centrado en el tener, en el placer, en la ambición, en el desorden.
Cuánto anhelamos y añoramos la deliciosa alegría de los abuelos, inspirada en la sencillez del Pesebre, en la mesa preparada con gozosa alegría, en la generosidad con la que se deben compartir bienes y esperanzas; cantos, alegría simple, alimentos tradicionales que hablan de la Navidad.
Volvamos al Dios niño, Cristo Jesús, volvamos a Belén y a su lección de humildad y de esperanza. Retornemos a Jesús Niño con el corazón generoso de los pastores, con la humildad con la que los Magos de Oriente – los sabios de su tiempo- reconocieron en Jesús al Señor de la historia y de la vida.
Recojamos la herencia de bondad antes de que la sociedad de consumo nos absorba en su avalancha de ilusiones pasajeras, del desenfreno de las cosas del mundo.
No perdamos de vista el ejercicio gozoso de la Caridad que nos permite compartir con los necesitados, ayudar a los que, sobre todo en este año y entre nosotros, han vivido el dolor del desplazamiento y el desalojo. Sintamos, como nos lo enseña el mismo Jesús en Belén, la urgencia de saber que la Navidad con sus luces, colores, alegrías, debe ser el reflejo de una comunidad que crece en humanidad, que hace suyo el camino que recorrió aquel que puso su tienda entre nosotros y asumió con tanto amor como el dolor del hombre, la esperanza de los pueblos y la sed de justicia, de paz que todos tenemos. Recordemos en este tiempo a los pobres, ayudemos a los que no tienen alimento ni vestido en estos días.
El humilde y alegre hogar de Jesús, de María y de José, nos devuelva la alegría de vivir y de reconstruir nuestra sociedad siguiendo la lección de esperanza que desde el Pesebre se nos vuelve a regalar.
¡Alabado sea Jesucristo!
Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid
Obispo de Cúcuta – (Colombia)