¿Cómo vivir la fe cuando se afrontan situaciones irregulares de familia?

El Santo Padre Francisco nos ha llamado, en su documento preparatorio al Sínodo, a destacar las palabras “atención, hospitalidad y misericordia” como claves que requiere el mundo hacia las familias divididas o en situación irregular, y desde el punto de vista canónico, aquellas que están “en los suburbios geográficos y existenciales”, en las que hay problemas “inéditos”, como el incremento de las parejas de hecho o el surgimiento de las uniones homosexuales con adopción de niños. Se trata de situaciones que “implican consecuencias pastorales significativas” para la pastoral de hoy.

La familia es hoy “una realidad que desciende de la voluntad del Creador y constituye una realidad social”, que “no es una mera invención de la sociedad humana” como la ha definido el Cardenal Peter Erdo, Secretario General del Sínodo de los Obispos y Arzobispo de Bruselas.

Es importante recordar las características del matrimonio, basado en el consentimiento, unido e indisoluble, y también ha mencionado problemas como “las uniones sin reconocimiento religioso o civil”, un fenómeno que requiere “una profunda reflexión”, así como el estatuto de los separados o divorciados.

Esto nos lo recuerda Juan Pablo II en la Familiaris Consortio cuando dice que, “en su solicitud por tutelar la familia en toda su dimensión, no sólo la religiosa, el Sínodo no ha dejado de considerar atentamente algunas situaciones irregulares, desde el punto de vista religioso y con frecuencia también civil, que —con las actuales y rápidas transformaciones culturales— se van difundiendo por desgracia también entre los católicos con no leve daño de la misma institución familiar y de la sociedad, de la que ella es la célula fundamental”.

Este preocupante fenómeno lleva a considerar sus numerosas causas, entre las cuales se encuentran: el desinterés, de hecho, del Estado con respecto a la estabilidad del matrimonio y de la familia, una legislación permisiva sobre el divorcio, la influencia negativa de los medios de comunicación social y de las organizaciones internacionales y la insuficiente formación cristiana de los fieles.

Como ha subrayado muy bien el Santo Padre en el discurso a los Padres Sinodales: “Estos hombres y estas mujeres deben saber que la Iglesia los ama, no está alejada de ellos y sufre por su situación.

Los divorciados vueltos a casar son y siguen siendo miembros suyos, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cristiana”.

Así pues, los pastores han de mostrar su solicitud hacia los que sufren las consecuencias del divorcio, sobre todo hacia los hijos; se deben preocupar de todos y, siempre en armonía con la verdad del matrimonio y de la familia, traten de aliviar la herida infligida al signo de la alianza de Cristo con la Iglesia.

La Iglesia Católica, al mismo tiempo, no puede quedar indiferente frente el aumento de esas situaciones, ni debe rendirse ante una costumbre, fruto de una mentalidad que devalúa el matrimonio como compromiso único e indisoluble, así como no puede aprobar todo lo que atenta contra la naturaleza propia del matrimonio mismo.

Por ello, hemos de entender que, la noción canónica de situación matrimonial irregular es de naturaleza jurídica, porque mediante ella se constata que tal situación no ha sido de hecho reconocida por las legítimas autoridades eclesiales, bien porque el fiel católico ha establecido la unión de espaldas a la Iglesia, bien porque no puede ser reconocida porque contradice intrínsecamente la verdad o la dignidad del matrimonio, bien porque —a pesar de los intentos realizados por el fiel y por la Iglesia de «reconocer» una determinada situación— han faltado los elementos necesarios para que pueda darse un juicio cierto en el fuero externo. Piénsese, por ejemplo, en los procesos de nulidad del matrimonio que terminan con una sentencia negativa, en la que se declara que no consta la nulidad del matrimonio, por falta de pruebas.

Para ayudar a redescubrir el valor y el significado del matrimonio cristiano y de la vida conyugal, a tantas personas que viven en situación irregular, y que  muchos de ellos se sienten rechazados por la Iglesia, proponemos tres objetivos y los correspondientes medios pastorales.

Conviene que toda la comunidad cristiana utilice los medios para sostener la fidelidad al sacramento del matrimonio, con un esfuerzo constante encaminado a:

  • Cuidar la preparación y la celebración del Sacramento del matrimonio; dar toda su importancia a la catequesis sobre el valor y el significado del amor conyugal y familiar, acompañar a los hogares en su vida diaria (pastoral familiar, recurso a la vida sacramental, educación cristiana de los niños, movimientos familiares, etc.).
  • Alentar y ayudar a los cónyuges separados o divorciados, que viven solos, a permanecer fieles a los deberes de su matrimonio; cuidar la preparación del clero y en particular de los confesores, para que formen las conciencias según las leyes de Dios y de la Iglesia sobre la vida conyugal y familiar.
  • Promover la formación doctrinal de los agentes pastorales; animar la oración litúrgica para los que atraviesan dificultades en su matrimonio; y difundir estas orientaciones pastorales también mediante folletos sobre la situación de los divorciados vueltos a casar; la importancia de la virtud de la misericordia, que respeta la verdad del matrimonio; la confianza en la ley de Dios y en las disposiciones de la Iglesia, que protegen amorosamente el matrimonio y la familia.

A modo de conclusión. La obediencia de la fe que garantiza la validez del matrimonio ciertamente es un punto de partida: es una invitación a una evangelización que haga fructificar la fe incipiente o escondida.

Las posibilidades de éxito en el matrimonio son más altas en los fieles cuya fe es más viva y sincera que en los fieles que solo tienen el mínimo de disposiciones y con dificultad logran formar la intención suficiente.

¿Qué justifica la estabilidad matrimonial?

Son varias las razones que la justifican. Entre ellas destacan: el bien de los cónyuges, el bien de los hijos y el bien común de la sociedad.

El matrimonio tiene sus propios bienes y fines. Éstos no sólo afectan a los propios cónyuges, sino también a los hijos. De aquí que la estabilidad ya exigida por el singular amor conyugal, venga de nuevo urgida por la fundamental significación del matrimonio para la sociedad y por los valores y fines que le son propios.

El matrimonio implica, por su misma naturaleza, deberes y derechos de los cónyuges entre si y en relación con los hijos y con la sociedad que no pueden quedar subordinada a la versatilidad del corazón humano (GS 48).

La exigencia de fidelidad y de estabilidad que la razón humana descubre en el matrimonio aparece a la luz de la fe con mayor claridad.

La Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, descubre en las enseñanzas de Jesús que en el designio original de Dios el matrimonio es indisoluble: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Me 10, 9).

El matrimonio cristiano simboliza esta entrega total y permanente de Cristo a los hombre, iniciada en la encarnación del Hijo de Dios

y consumada en su cruz y Resurrección.

Marido y mujer, “casados en el Señor”, están llamados a amarse de forma que manifiesten esta fidelidad de Cristo ( CIC 1671).

Cuando el hombre y la mujer contraen matrimonio sacramental, se entregan el uno al otro para realizar, al servicio del Reino de Dios, su comunión de vida y de amor.

Los esposos cristianos, dada su condición de miembros de Cristo, no se pertenecen a sí mismos sino al Señor. Al comprometerse

en el Sacramento del Matrimonio se entregan y reciben mutuamente como don del mismo Cristo.

Texto tomado de ‘Familias en situaciones difíciles. Acompañamiento Pastorao. Colección Documentos CELAM N° 174.

Artículo elaborado por: Daniel Bustamante Goyeneche Pbro. Director Departamento de Matrimonio yFamilia Conferencia Episcopal de Colombia / Cortesía periódico La Verdad edición 748 – Foto: Internet

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