Por: Pbro. Marcos Martínez Quintero, Arquidiócesis de Puebla de los Ángeles (México)
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En diversos momentos se ha cuestionado acerca del poder intercesor que los santos tienen para hacer milagros o conceder gracias a los hombres. Sin embargo, debemos recordar que los santos son hombres y mujeres que a lo largo de la historia han configurado su vida con Dios, uniéndose a Cristo que interviene ante el Padre Dios. Presentan a través del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra. Podemos afirmar entonces, que los santos son intercesores con el poder y la gracia de Dios.
San Pablo, aquel hombre que se convenció que debía configurarse íntimamente cada día a Cristo, nos da ejemplo de ello, pues entendía que al morir estaría junto a Jesús en el Cielo, es decir, que aquellos que alcanzaran esta perfección, estarían gozando de su presencia en el cielo. Y esta unión con Cristo no se pierde al morir. Pues al estar unido a Cristo forma parte de su pueblo santo.
No es que los santos tengan algún poder para hacer milagros, o tomen el rol de Jesús como Mediador, sino que la presencia del Señor se hace patente a través de los santos, como escribe el Papa Benedicto XVI: “Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado; han dejado que Cristo aferrara tan plenamente su vida que podían afirmar como san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»” (Ga 2, 20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, «nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del pueblo de Dios» (Lumen gentium, 50).
Esta es la relación con la familia de los santos. Al acercarnos a ellos lo hacemos con la finalidad de que intercedan por nosotros, ya que han alcanzado la gracia de estar en la presencia de Dios. San Pablo nos invita diciendo “Manténganse siempre en la oración y la súplica, orando en toda ocasión por medio del Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos” (cf. Ef 6, 18).
Por tanto, estas palabras del Apóstol de los gentiles, nos hacen comprender la necesidad de la oración e intercesión.
Recordemos cómo Nuestro Señor Jesucristo escuchó la oración del ladrón arrepentido en el momento de la crucifixión (Lc 23, 42), o la petición de su Santísima Madre en Caná de Galilea. Lo mismo realizará con aquellos amigos suyos los santos, atendiendo a lo que dice el Evangelio de san Juan: “Yo les concederé todo lo que pidan en mi nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me piden algo en mi nombre yo lo concederé” (Cf. Jn 14, 13).
Desde la Iglesia primitiva se profesaba en la intercesión de los santos, reconociendo que los santos no tienen la capacidad de conceder nuestras peticiones o milagros, sino que su función es la de intervenir por nosotros, pues ya gozan del cielo, ellos solo presentan nuestras oraciones frente a Dios. Por tanto, esta razón nos lleva a entender la intervención de los santos frente a Dios, ellos no tienen el poder, sino solo son intermediarios ante Dios.
Así podemos decir que la intercesión de los santos es real y verdadera, ya que ellos ya gozan de la presencia de Dios en la gloria eterna y desde allí median por nosotros ante Dios. Santo Domingo de Guzmán, antes de su muerte decía que ayudaría más eficazmente después de ella, que lo que ayudó durante su vida.
Desde esta perspectiva es que los santos interceden por nosotros ante Dios. No son ellos quienes realizan algún milagro, sino que siempre actúan en nombre de Jesús el Señor, no son méritos propios, sino por mandato divino. Al interceder por nosotros nos alientan a darnos cuenta de que no estamos solos, que formamos parte de la gran familia de Dios, ya que somos hijos de Dios y existe una estrecha relación entre nosotros. Este es el papel tan importante que desempeñan los bienaventurados, que gozan de la plenitud, que son partícipes de la eterna felicidad, que han sido perdonados, que pueden contemplar a Dios.