Por: Pbro. Roberth Alexander Hernández Gómez, Oficial del Dicasterio de la Educación Católica, Roma
Muchas veces, cuando se acerca la Navidad, recurrimos a la frase de algún santo o de alguna persona importante para manifestar nuestra alegría y para augurar los buenos deseos navideños. Nos apropiamos de las frases de esas personalidades porque reconocemos que han sabido expresar el mensaje que deseamos decirle a nuestros familiares y amigos. Esperando que, antes de multiplicar la frase, hayamos tenido el tiempo suficiente para reflexionarla y hacerla parte de nuestra propia vida.
Ahora bien, en la Sagrada Escritura, encontramos una acción similar. Específicamente en el libro del profeta Jeremías. Allí Dios, en su afán de hacer recapacitar al pueblo de Israel para que abandone la idolatría y otras malas costumbres, ofrece un consejo que vale la pena tener presente siempre y, de manera especial, en esta Navidad. Dice el Señor: «Deténganse en los caminos y miren, pregunten a los senderos antiguos dónde está el buen camino, y vayan por él: así encontrarán tranquilidad para sus almas» (Jr 6,16). En pocas palabras, el Señor aconseja conversar con «los senderos antiguos» porque ellos saben dónde se consigue el sosiego. Para Dios, las personas sabias son aquellas que han caminado, que se han hecho camino y que permiten caminar. Para acercarnos a esos senderos-personas son necesarias tres cosas, a saber: detenerse, mirar y preguntar.
Pues bien, en esta Navidad, antes de copiar alguna frase, los invito a que nos detengamos, miremos y preguntemos a aquellos senderos más antiguos sobre la Navidad. Me refiero a aquellas personas que estuvieron muy cerca de los protagonistas o recogieron los primeros testimonios del nacimiento del Salvador. Ellos son: san Lucas, san Mateo, san Pablo y san Pedro. Veamos qué nos dicen ellos sobre la Navidad a través de sus escritos.
San Lucas o la Navidad custodiada
Todos sabemos que san Lucas, según nos dice la tradición, estuvo muy cerca de la Santísima Virgen María. De sus labios escuchó los acontecimientos que rodearon al Niño Jesús y, gracias a ese testimonio valiosísimo, conocemos los pormenores sobre la encarnación, el nacimiento y la infancia de Cristo. San Lucas, en esos primeros capítulos de su Evangelio, dice que «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,16). De aquí que, si hacemos nuestras estas palabras, podríamos decir que el p r i mer sendero antiguo nos está invitando a rescatar el verdadero sentido de la Navidad. Ante un mundo que nos vende una Navidad comercial, Lucas nos recuerda que lo más hermoso de este momento es entrar en nuestra propia intimidad, rescatar aquello que de puro y sano hemos escuchado de la Navidad y meditarlo en nuestro corazón. Como nos dijo el Papa Benedicto XVI: «María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y adquiere aquella comprensión que sólo la fe puede garantizar». Con Lucas y con la Santísima Virgen María, entonces, asumamos el reto de rescatar el sentido profundo de la Navidad y de custodiarlo, interpelando lo que nos rodea y quedándonos con aquello que fortalece nuestra fe y misión en esta tierra.
San Mateo o la Navidad adorada
Otro testimonio del nacimiento y de la infancia de Jesús lo encontramos en el Evangelio de san Mateo. Él nos ofrece acontecimientos que, de una u otra manera, enriquecen lo dicho por san Lucas. Por ejemplo, los relatos relacionados con san José y con los magos de Oriente. Justo en este último relato, encontramos el consejo de este segundo sendero-persona. Se trata de la adoración. Los magos desde que se presentan en Jerusalén, sabiendo que el Salvador ha venido al mundo, repiten con insistencia que ellos «han venido a adorarlo» (cf. Mt 2, 2.11). Los magos están muy claros, no tienen dudas: Si el Niño ha nacido, hay que adorarlo. Por eso, ante la gran tentación que nos ofrece el mundo, haciéndonos creer que la Navidad es un momento para exaltar el regalo, el vestido, la fiesta desmedida, Mateo nos invita a ponernos de rodillas para adorar al único Redentor. Solo adorándolo, descubrimos el verdadero rostro de Dios. Decía el Papa emérito: «Los Magos de Oriente encontraron este rostro cuando se postraron ante el niño de Belén. En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verd a d e r o r o s t r o de Dios (…) Así, los magos a p r e n d e n que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia». Para nosotros, entonces, es primordial volver al sentido de la Navidad como un momento de adoración. Así, nos acercaremos a Dios y recibiremos el bellísimo don de llegar a ser hombres y mujeres servidores, proclamadores y testimonios de la Verdad. La adoración a Dios es dinámica, nos impulsa a salir de nosotros y de nuestra zona de confort.
San Pablo o la Navidad enviada
El Apóstol san Pablo, en sus cartas, no narra directamente algún acontecimiento que esté relacionado con la infancia de Jesús. Sin embargo, en la carta a los Gálatas, específicamente en el capítulo cuatro, introduce un versículo que podría revelarnos el tercer consejo de este sendero-persona. Dice san Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envío Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley». Así la venida del Salvador trae como objetivo inmediato el rescate de aquellos que se hallaban bajo la ley, además de conceder el don de la filiación adoptiva» (Cf. Ga 4, 4-5). Esto ocurre porque el nacido de mujer ha sido enviado. Su misión no t e r m i n a con el nacimiento, sino que se ext i e n d e mucho más allá. Por eso, la N a v i d a d debe ser meditada a la luz del Misterio pascual. La Navidad no es solo pesebres y villancicos; es también fiesta de la Redención. Recordemos las palabras del Papa emérito, quien nos decía: «La Pascua celebra la Redención como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial, cuando se vislumbra el resplandor del alba». De ahí que, es primordial vivir este tiempo, recuperando el sentido de la Navidad, como un tiempo para recordar que, como Jesús, también nosotros hemos sido enviados. El hombre y la mujer de hoy, para abrazar la plenitud del amor de Dios, necesita recuperar su condición de enviado por el mismo Dios. Esto lo puede hacer a través de sus hermanos, de sus amigos, de sus enemigos. Una Navidad que me encierra únicamente en los míos no es una Navidad plena. Una Navidad que no imita el gesto misericordioso de Jesús, como enviado por el Padre, podría ser considerada incompleta o, tal vez, nula. En ese Niño nacido en Belén, Dios se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos imitar ahora, en un «hoy» que no tiene ocaso.
San Pedro o la Navidad comunicada
Terminemos estas líneas, escuchando la respuesta sobre la Navidad que nos ofrece san Pedro. Él, en su segunda carta, dice: «Porque (Jesús) recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”» (2 Pe 1, 17). Esta frase, que en apariencia no está relacionada con la Navidad, nos recuerda dos cosas. En primer lugar, que el tiempo litúrgico de la Navidad no está concentrado en las vísperas y en el día del Nacimiento, es decir, 24 y 25 de diciembre. El tiempo navideño inicia con la Nochebuena y termina con el Bautismo del Señor. Así que tenemos espacio para reflexionar en ello. En segundo lugar, la frase que nos dice san Pedro fue comunicada por Dios Padre el día que Juan Bautista bautizó a Jesús. De este modo, redescubrimos que la Navidad es tiempo para comunicar la paz, la alegría, el amor que Dios nos da. Dios Padre en esta Navidad pronuncia esa frase y, con ello, nos comunica que Él ama. Así que, cuando vayamos a elegir nuestra frase de Navidad, tratemos que al menos haya sido meditada y hecha vida propia. Lo ideal sería que nuestros augurios navideños a familiares y amigos se expresaran con palabras que vengan de mi sentir, vivir y hacer en Dios. Que lo que escribamos y comuniquemos venga de nuestro camino, de nuestros pasos y de nuestra experiencia de Dios. Y que nuestro mensaje sea para muchos, no para pocos. Dijo el Papa Francisco: «Gracias a este Niño, todos podemos llamarnos y ser verdaderamente hermanos: de todos los continentes, de todas las lenguas y culturas, con nuestras identidades y diferencias, sin embargo, todos hermanos y hermanas».
Por último, pido disculpas por haber usado los adjetivos: custodiada, adorada, enviada y comunicada, junto a la palabra Navidad. No es buen castellano. La intención era propiciar la reflexión, con la esperanza de que vivamos una Navidad diferente.