Peregrinar con la Virgen María en tiempo de pandemia

Por: Pbro. Israel Bravo Cortés, párroco Basílica Menor Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Cúcuta.

Basílica Menor Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Cúcuta. Foto: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta

“Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la co­rriente de este mundo, náufra­go de la galerna y la tormenta, sin estribo en tierra firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a Ma­ría. Si eres batido por las olas de la soberbia, de la ambición, de la detracción o la envidia, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira o la avaricia o la seducción carnal sacuden con furia la navecilla de tu espíritu, vuelve los ojos a María. Si angustiado por la enormidad de tus crímenes, o aturdido por la defor­midad de tu conciencia, o aterrado por el pavor del juicio, comienza a engullirte el abismo de la tristeza o el infierno de la desesperación, piensa en María. Si te asalta el peligro, la angustia o la duda, recu­rre a María, invoca a María. Que nunca se cierre tu boca al nombre de María, que no se ausente de tu corazón, que no olvides el ejemplo de su vida; así podrás contar con el sufragio de su intercesión”. San Bernardo (siglo VIII).

El silencio de Dios

Suele pasar que mientras esta pande­mia avanza, surja en nosotros el inte­rrogante ¿Dónde está Dios? ¿Dónde están la Virgen o los Santos de nues­tra devoción? quisiéramos que todo esto pase y seguir la vida en la “nor­malidad” que teníamos, quisiéramos no quedar tan expuestos a nuestra fragilidad y miseria, pero eso es lo que ha mostrado este momento de la historia, somos frágiles, somos vul­nerables y más aún, un gran número de personas están extremadamente necesitadas; la pandemia ha dejado en evidencia todas nuestras flaque­zas, en los gobiernos, los sistemas de salud, educación, nuestros niños están haciendo esfuerzos inimagi­nables para poder seguir sus clases, pues en muchos rinco­nes de nuestro país, el internet es todavía un sueño. Los anuncios y los esfuerzos por parte de todos para superar el virus pareciera que no dan los resultados espe­rados. Un panorama así puede llevarnos al ne­gativismo, a renegar de muchas cosas que no se han hecho, e incluso a quienes creemos dudar de Dios y su eficacia. Pero es aquí donde tal vez conviene no olvidar las palabras del Papa Francisco: “No se dejen robar la esperanza”.

Este tiempo puede ser como dice san Pablo “¡el tiempo favorable!, aho­ra es día de Salvación (2 Cor 6, 2), tiempo para descubrir al Dios que nunca se ausenta, que nos llama al silencio y a repensar nuestra historia. Ahora es el tiempo de quienes han aprendido a vivir en la adversidad, en el silencio de quien se atreve a hacer nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), vale la pena entonces preguntar­nos: ¿Qué es lo que hoy nos quiere decir este suceso? ¿Qué provoco esta situación que parece absurda? Y en­tonces descubriremos que aturdidos por nuestras soberbias, engullidos en nuestros egos y desconectados de las periferias sociales y existenciales, quizás construimos proyec­tos o sueños sobre arena, tal vez nos olvidamos de edifi­car sobre la sólida roca que es Dios. Cómo no recordar entonces las palabras del Papa Benedicto XVI en su visita a los campos de con­centración de Auschwitz… Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel do­liente: “Tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinie­blas. (…) Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos re­chaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vien­tre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu mise­ricordia” (Sal 44, 20. 23-27).

Este grito de angustia que el Israel doliente eleva a Dios en tiempos de suma angustia es a la vez el grito de ayuda de todos los que a lo largo de la historia —ayer, hoy y mañana— han sufrido por amor a Dios, por amor a la verdad y al bien; y hay muchos también hoy” (mayo 28 de 2006).

Los gritos que afloran en el silencio de la vida nos llaman a mantener la esperanza y contribuir con humildad y sencillez en la construcción de una nueva humanidad. Aquí es donde vale la pena peregrinar con María. El pueblo creyente es un pueblo, que camina, que peregrina y alienta sus pasos con quienes nos enseñan a caminar con la confianza puesta en Dios. Las peregrinaciones no son solamente ir a un sitio por devoción, a esos lugares vamos porque quere­mos caminar con quienes han hecho camino y han vencido las más oscu­ras adversidades. Todo lugar de pe­regrinación y veneración es un lugar de liberación, un lugar para acontez­ca el milagro de nuestra conversión y nos haga más solidarios y frater­nos, más dispuestos al perdón y a la construcción de la justicia y la paz. Peregrinar es desear una nueva vida, una nueva humanidad.

Como lo hizo María

Los creyentes tienen una predilec­ción especial por mirar a la llena de Gracia, a la Santísima virgen María, y como decía san Bernando, ya en el siglo VIII “Si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a María”. Así el cristiano pone su mirada en los santos y peregrina con frecuencia a los lugares donde se conserva un signo de su presencia, o construye santuarios, basílicas o bellas obras de arte para rendir homenaje, a quie­nes nos animan a caminar en la fe y a mantener la esperanza.

El mundo cristiano siempre ha acu­dido a la Virgen María, la ha encon­trado siempre atenta para ayudar­nos como en las bodas de Caná de Galilea (Juan 2, 1-11), en todos los rincones del mundo, Ella ha apare­cido para brindarnos su compañía y amparo maternal. En Colombia, el cuadro de la Virgen de Chiquinquirá sirvió como lugar de romerías y pe­regrinaciones cuando las epidemias coloniales devastaron la población indígena del Nuevo Reino de Grana­da en 1587 y 1633. Después se fue afianzando la devoción mariana en el periodo colonial y republicano(1) llegando a cada rincón de nuestro país. Cúcuta, más precisamente, en el Barrio San Luis, no fue la excep­ción y ha contado también con la presencia de nuestra Madre la vir­gen María, plasmada en un hermo­so Lienzo con características espe­ciales(2), llamada con afecto de sus hijos e hijas como la Kacika de Cú­cuta, su presencia nos ha permitido sortear muchas situaciones difíciles, las divisiones entre colonos e indíge­nas razón por la cual llegó el lienzo a estas tierras, el terremoto de Cúcuta, inundaciones y demás. Alrededor de esta devoción mariana se construyó el actual templo neogótico, que se erige como signo de fe y devoción de un pueblo que siempre con sen­cillez acude a María, la madre de Dios para aprender de ella a confiar en Dios y vivir en un proceso perma­nente de conversión.

Con María, nuestra madre del Cielo podemos decir que nos sentimos en la misma barca enfrentando las ale­grías, la penas y las pandemias que el mundo y sus circunstancias nos presentan.

En la misma Barca, con la grata compañía de María, nuestra Madre

El pasado 27 marzo, el Papa Francis­co nos invitó a orar desde el atrio de la Basílica de San Pedro, con el texto de Marcos 4, 35-41 y nos dijo: «Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas pare­ce que todo se ha oscurecido. Den­sas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenan­do todo de un silencio que ensorde­ce y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos.

Al igual que a los discí­pulos del Evangelio, nos sorprendió una tormen­ta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, impor­tantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una úni­ca voz y con angustia dicen: “­pere­cemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Las palabras del Papa nos pueden servir para ver, que si bien la Vir­gen María no aparece en la barca del Evangelio de Marcos, si va en la barca de la Iglesia afrontando con nosotros todas las tempestades, por­que es la primera que sabe que hacer cuando en la barca nos encontramos asustados y perdidos, ella es como la estrella de la mañana, porque marca el fin de toda tempestad y las tinie­blas del pecado al tiempo que nos anuncia la serenidad y la calma, era de la gracia que nos da el Rey de la Vida, Jesucristo, Nuestro Señor.

Toda la vida de María está marcada por la fuerte tem­pestad, ver crecer y partir a su hijo Jesús, acompa­ñarlo en su Pasión, verlo crucificado; pero en todas esas circunstancias difíci­les ella siempre confió en el Padre, en su Hijo y se dejó guiar y llenar del Es­píritu Santo, por eso leyó su historia con la confianza puesta en Dios, tuvo la fuerza de salir a servir a su prima Isabel, acompañó a los discípulos a la espera del Espíritu Santo, asumió con responsabilidad, valentía y deci­sión cada paso que dio, fortalecida por la oración.

Conviene hoy peregrinar, remar en la misma barca con María, saber que buscarla a ella es buscar a la que hace posible que el corazón de su Hijo, Jesucristo, nos transforme y nos renueve. Si Cristo tuvo a bien elegirla por Madre, acudimos a ella para decirle que mire la balsa ame­nazada de nuestras vidas, de nuestra Iglesia que con fragilidad se mueve más al ritmo de los temores que de la fe. Ella intercede al Padre por el Hijo para que nos concedan el Espí­ritu que hace que hombres y mujeres sepan decir sí, como ella lo hizo, y confían aun en medio de las situacio­nes más adversas.

Invitarlos a la Basílica Menor de Nuestra Señora del Rosario de Chi­quinquirá, Kacika de Cúcuta, en el barrio San Luis, es invitarlos a ca­minar con quien sabe vencer las ad­versidades, con el silencio que hace nuevas todas las cosas, es avanzar con la Madre que no abandona nun­ca, sirve con alegría, y nos enseña a afrontar las tempestades que ven­gan, incluidas las pandemias, por­que sabe en quien ha puesto su con­fianza. Por eso a ella decimos… ¡Oh Madre! Clemente y Pía, ¡escucha nuestros clamores!

(1) La revista ecuatoriana de historia Procesos en su, n.º 50 (julio-diciembre 2019), presenta un interesante artículo ti­tulado: Una celestial medicina. La Virgen de Chiquinquirá y las pestes de 1587 y 1633 en Tunja, escrito por Abel Fernan­do Martínez Martín, de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y Andrés Ricardo Otálora Cascante de la Universidad Nacional de Colombia, que bien vale la pena leer.

(2) El lienzo es de extraordinaria belle­za. El autor era ciertamente un artista y estaba inspirado. Sobre una manta de fibra de algodón, pintada con diversas tierras, aceite de linaza, colorantes de flores y pinceles ordinarios, pintó la Vir­gen del Rosario en colores naturales. La amplia túnica talar es escarlata; con un real manto azul, tachonado de estrellas. La Virgen está de pie sobre la luna y con el niño sostenido sobre el brazo izquier­do de donde pende el rosario. Todo sobre un fondo de nubes y arreboles, en donde emergen querubines y ángeles. Al lado derecho esta San Antonio con un libro de oraciones sobre el cual está el niño Jesús, y una vara florecida de azucenas en el brazo derecho. A la izquierda, el apóstol San Andrés, sosteniendo la inmensa cruz de su martirio en forma de equis; tiene un pez en la mano derecha, que muchos aso­cian a los Panches, un pez que abundo, en otrora tiempo, en el rio Pamplonita.

Scroll al inicio