Llevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo

Por: Pbro. Jean Carlos Medina Poveda, sacerdote de la Diócesis de San Cristóbal (Venezuela); licenciado en Teología Fundamental de la Universidad Gregoriana (Roma)

La Santísima Virgen María está asociada al Misterio de la encar­nación y redención. Ella, como mujer obediente y de fe, dijo SÍ al pro­yecto divino, con libertad y entrega res­pondió: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Desde su maternidad, también fue unida a la obra de la redención, pues «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (LG 58). Es evidente desde la palabra y la acción, la unión de la Madre con el Hijo; por lo cual, no podía culminar en una entrega total de la madre al discí­pulo, (Cf. Jn 19, 26-27), sino que, des­de esta implicación en el proyecto de Dios, tal como lo señalaba el Papa san Juan Pablo II: “María pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad” (Cf. Au­diencia general, 25 de junio de 1997).

El Antiguo Testamento nos va presen­tado de manera pedagógica la figura de una mujer, la figura de una Virgen que traerá al Salvador, que concebirá y dará a luz a un hijo que se llamará Emmanuel (Cf. Is 7, 14). Ya de manera explícita en el Nuevo Testamento no encontramos a la Hija de Sión como la presentaban los profetas, sino concretamente a María la madre de Jesús, la Madre en quien se cumplen las promesas y se inaugura el nuevo plan de salvación. Las mismas páginas del Nuevo Testamento nos pre­sentan a María como la llena de gracia (Cf. Lc 1, 28), como la mujer que dócil­mente se entregó para ser la esclava del Señor. La fe y obediencia a Dios le per­mitió experimentar una llamada única y particular, es decir, a una maternidad divina pues estaba predestinada a ser Madre de Dios.

Vivió la alegría de contemplar al Salva­dor, de mostrarlo a los pastores y magos como su Hijo Primogénito; pero tam­bién, experimentó la angustia y el dolor de situaciones que aún no comprendía y que solo desde la confianza y la fe, lo guardaba y lo meditaba en su cora­zón (Cf. Lc 2, 41-51). Evidentemente, en las obras de Jesús, María estuvo presente, como la Madre intercesora, como la Bienaventurada que peregrinó con su Hijo amado y, peregrinó hasta la cruz (Cf. Jn 19, 25). Con esperanza y confianza perseveró con los Apóstoles en la oración, disponiéndose a recibir el Espíritu Santo (Cf. Hch 1, 14).

Así pues, la Sagrada Escritura nos pre­senta a la Virgen María como Madre del Mesías y por tanto Madre de Dios Hijo. Concretamente el Nuevo Testamento haciendo referencia de María, no rese­ña nada sobre su muerte, ni da detalles de alguna enfermedad, ni situaciones de momentos de persecución (propias de la época), agonía o tragedia, senci­llamente deja entrever en un silencioso suponer, que se produjo normalmente.

Al respecto de esta interrogante, el papa Juan Pablo II señaló en una de sus au­diencias públicas, la importancia del tema y fundamentándose en la profun­didad de pensamiento de los Padres de la Iglesia, como testigos privilegiados de la Tradición, recalcó: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una dormición” (Cf. Audiencia gene­ral, 25 de junio de 1997).

La Asunción de la Santísima Virgen

Hemos considerado entre líneas, di­versos aspectos donde también nuestra fe está cimentada, pues el amor y de­voción a la Virgen María es parte de nuestra experiencia de fe, creemos fir­memente que Ella nos refiere a Cristo y por tanto a su Hijo nos conduce.

El 1 de noviembre de 1950, Pio XII de­finía como dogma de fe la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria ce­leste, definición establecida en la Cons­titución apostólica ‘Munificentisimus Deus’. El Concilio Vaticano II resal­tando la función de la Bienaventurada Virgen en la historia de la Salvación, in­dicándonos: “La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del Cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conforma­da más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (Cf. Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59).

Ante esta realidad de la Asunción de la Virgen, queda claro que el cuerpo san­tísimo de la Madre de Dios no sufrió la más mínima corrupción y, el tenor de la definición dogmática antes señalada, permite concluir con certeza que, si de hecho el alma de María se separó algún momento de su cuerpo, fue para reu­nirse inmediatamente con Él. Tal como hemos indicado en los fundamentos bíblicos, María fue siempre unida a su Hijo, la Virgen acompañaba siempre a Jesús, compartiendo cada cosa, tanto en las alegrías como el dolor.

¿Qué significa celebrar a María?

Celebrar la Asunción de María, signifi­ca dar gracias a Dios, porque con su Sí generoso, permitió que el Verbo encon­trara un lugar privilegiado e incorrup­to para la propia encarnación de entre todos los hombres. Es celebrarla como la Madre del Dios vivo, pues es Ella un modelo de virtud especial que nos guía y «nos atrae a su Hijo, hacia su sacrifi­cio y hacia el amor del Padre» (LG 65).

Una vez más, fijamos nuestra mirada en esta creatura única y excepcional que Dios ha reservado toda para sí, en el esplendor del alma, del cuerpo y de la dignidad de Madre y Mujer. Es por ello que damos un culto especial, sincero y con devoción auténtica, pues al honrar a la Madre, estamos debidamente cono­ciendo, amando y glorificando al Hijo (Cf. LG 66).

En este día, particularmente nos dirigi­mos a la Virgen María con las mismas palabras de su prima Isabel en el mis­terio de la visitación: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vien­tre ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?» (Lc 1, 42- 43). Es una oportunidad, poder reno­var nuestra fe y amor a la Virgen. Que siempre estemos dispuestos a cantar las alabanzas a María, que no hagamos y nos quedemos en la superficialidad de una simple devoción mariana, sino que estemos decididos y convencidos en proclamar siempre: Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo, bendita entre las muje­res y bendito es el fruto de tu vientre. Convenzámonos que María es bendita y que nosotros nos beneficiamos de tal bendición, pues la asunta al Cielo nos ha donado al Señor.

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