Los dones y carismas rejuvenecen la vida de la Iglesia

Por: Pbro. Javier Alexis Agudelo Avendaño, sacerdote diocesano.

Fotos: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta

Para poder hablar de los dones y de los carismas en la vida de la Iglesia, debemos comenzar por lo esencial. Sabemos que cuando Je­sús reúne a sus discípulos y les en­comienda la tarea de anunciar su Evangelio. Sintieron temor, pero Jesús les promete que no estarán solos en esta misión, y les envía el Espíritu Santo (Jn 14:15-21). En Pentecostés los Apóstoles son bendecidos con diversos dones para su misión, y a lo largo de la historia el Espíritu sigue bendi­ciendo a cada uno de nosotros. A estas gracias del Espíritu las po­demos llamar carismas (la palabra carisma viene del griego charis y se traduce como gracia). Son precisamente estos regalos que recibimos, cada uno o de manera colectiva, para edificar la Iglesia y para el servicio de los demás. El Espíritu no solo actuó en esa ocasión, continúa haciéndolo hoy, Él es quien anima, alienta y sigue edificando a la Iglesia (L.G.4). Es el Espíritu Santo quien consa­gra la vida de la Iglesia enrique­ciéndola con tantos carismas como sean posibles para ofrecer a los hombres de todos los tiem­pos y hacer posible el camino de la santidad.

¿Qué son los dones y los carismas ?

El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamen­te saludable en todas las partes del cuerpo (Pío XII, Mystici Corpo­ris: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16). Por la Palabra de Dios, que tiene el poder de construir el edifi­cio (Hch 20, 32). Por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (1 Co 12, 13). Por los sa­cramentos que hacen crecer y cu­ran a los miembros de Cristo. Por la gracia concedida a los Apósto­les que entre estos dones destaca (LG 7). Por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múl­tiples gracias especiales (llamadas carismas) mediante las cuales los fieles quedan preparados y dis­puestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a re­novar la Iglesia (LG 12; cf. AA 3). Es por ello, que el Espíritu San­to es el gran motor que pone a la Iglesia en permanente movimien­to llevándola a la plenitud.

El catecismo de la Iglesia Ca­tólica en el # 799 expresa de los carismas lo siguiente: “Extraordi­narios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indi­rectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesi­dades del mundo”. Es Espíritu Santo los da a quien quiere, pero para descubrirlos es necesario el discernimiento. Esto quiere decir que todos hemos recibido un re­galo como una manifestación de amor y cariño de alguien. Para descubrir el contenido del regalo es necesario romper el papel y la caja en la que está envuelto. Esto es el discernimiento, que lo pode­mos entender como buscar la vo­luntad de Dios: es buscar un ca­mino práctico de libertad humana, dentro de la historia de la salva­ción. Es el camino para descubrir el carisma que Dios me ha dado para servir dentro de su pueblo. Los carismas, Dios los concede de forma incomparable dentro de la Iglesia, por los méritos de Cristo, para el bien común, y para la renovación y construcción y utilidad de la Iglesia. En cada ca­risma el Espíritu reve­la su presencia con un don que también es un servicio.

El Catecismo de la Iglesia Católica en el # 801 expresa: “Por esta razón aparece siempre necesario el discerni­miento de carismas. Ningún carisma dis­pensa de la referencia y de la sumisión a los pastores de la Iglesia. “A ellos compete especialmente no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno” (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y com­plementariedad, al “bien común” (1 Co 12, 7; cf. LG 30; CL, 24)”.

Habiendo dado un pequeño acer­camiento a la definición de los ca­rismas, pasaremos a decir alguna palabra sobre los dones. Precisan­do que no se trata de dar todo un argumento técnico, sino una pe­queña definición que nos permiti­rá comprenderlos.

“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son dispo­siciones permanentes que ha­cen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo” (Catecismo de Iglesia Católica N. 1830). Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las poten­cias del alma para recibir y secun­dar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo al modo di­vino o sobrehumano.

Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.

El Espíritu Santo actúa en los dones directa e inmediatamente como causa motora y principal, a diferencia de las vir­tudes infusas que son movidas o actuadas por el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa moción de una gracia actual.

Por la moción divina de los dones, el Espí­ritu Santo, inhabitante en el alma, rige y go­bierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la ra­zón humana la que manda y go­bierna; es el Espíritu Santo mis­mo, que actúa como regla, motor y causa principal única de nues­tros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.

Tengamos presente que los dones no son lo mismo que las virtudes. Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones: Ambos son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Ambos buscan practicar el bien honesto y tienen el mismo fin remoto: la per­fección del hombre. La diferencia está en los siguientes elementos:

  1. Las virtudes están movidas por la razón mientras que los dones son movidos directamente por el Espíritu Santo.
  2. En el objeto formal las virtudes son movidas por razones huma­nas a diferencia de los dones que son movidas por razones divinas.
  3. Las virtudes infusas tienen por motor al hombre y por norma la razón humana iluminada por la fe. Se deduce que sus actos son a modo humano.

En cambio, los dones tienen por causa motora y por norma el mis­mo Espíritu Santo, sus actos son a modo divino o sobrehumano. De esto se deduce que las virtudes in­fusas son imperfectas por la mo­dalidad humana de su obrar y es imprescindible que los dones del Espíritu Santo vengan en su ayu­da para proporcionarles su moda­lidad divina, sin la cual las virtu­des no podrán alcanzar su plena perfección. 

4. Se deduce de las diferencias anteriores que el hábito de las virtudes infusas lo podemos usar cuando nos plazca -presupuesta la gracia actual, que a nadie se nie­ga. Mientras que los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos. Los dones de Espíritu no confieren al alma más que la facilidad para dejarse mo­ver, de manera consciente y libre, por el Espíritu Santo, quien es la única causa motora de ellos.

Los dones y carismas en la vida de la Iglesia

Próximamente estaremos cele­brando la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Es fundamen­tal que recordemos que el papa san Juan Pablo II, a las portas del nuevo milenio, nos invitó a cruzar el umbral de nuevo milenio mar­cando la nueva era cristiana. Se cumplen 20 años del Gran Jubi­leo 2000, convocado por san Juan Pablo II con el objetivo de que la Iglesia se preparara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana, la cual comenzara 2000 años atrás, con el nacimiento de Cristo, punto culminante de la historia de la salvación.

La finalidad de dicha jornada es por tanto triple: en primer lugar, responde a la íntima necesidad de alabar más solemnemente al Señor y darle gracias por el gran don de la vida consagrada que en­riquece y alegra a la comunidad cristiana con la multiplicidad de sus carismas y con los edificantes frutos de tantas vidas consagradas totalmente a la causa del Reino. Segundo, esta Jornada tiene como finalidad promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima de la vida consagra­da. Y El tercer motivo se refiere directamente a las personas consagra­das, invitadas a celebrar juntas y solemnemen­te las maravillas que el Señor ha realizado en ellas, para descubrir con más límpida mirada de fe los rayos de la divina belleza derramados por el Espíritu en su género de vida y para hacer más viva la conciencia de su in­sustituible misión en la Iglesia y en el mundo.

Los carismas al servicio de la Iglesia

“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de actividades, pero es el mismo Dios que actúa en todas ellas” (1 Cor. 12, 4-6).

Un carisma es algo más que un talento o una cualidad personal (Papa Francisco). Es una gracia que Dios le da a las personas, no porque se lo merezca, sino para que se ponga al servicio de los demás. Considero que el principal carisma que Dios no ha dada a to­dos es el del servicio. San Pablo dice: “El mismo «dio» a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordena­miento de los santos en orden a las funcio­nes del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la pleni­tud de Cristo” (Ef 4, 11-13).

Los carismas de la iglesia se ex­presan de múltiples formas. De hecho, nuestra Iglesia en total­mente carismática. Existen dentro de la Iglesia una gran cantidad de Sociedades de Vida Consagrada tanto masculinas como femeni­nas. Existen Sociedades de Vida Apostólica e Institutos Seculares donde el cristiano puede prestar un servicio en la Iglesia. Como se ha dicho desde un comienzo es amplia la gama donde el cristia­no puede ejercer su vocación a la santidad. Cada uno de estos Insti­tutos tiene una línea de acción en particular que es parte del espíritu de su fundador.

En el Concilio Vaticano II se ex­plicitó y desarrolló el sentido e importancia de los carismas para el Pueblo de Dios. En sus docu­mentos se señala con toda clari­dad que el Espíritu Santo no sólo santifica y edifica a su Iglesia me­diante los sacramentos y los mi­nistros, sino que también reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición. Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo en un proceso de distribu­ción de dones que se da dentro de una armonía en medio de la pluralidad y complementariedad de funciones y estados de vida. Todo carisma, explica San Pablo, debe vivirse en unidad y armonía con los restantes carismas (1 Tes 5,12.19-21; 1 Cor 3,8). Si los do­nes y los carismas no se ponen en función de la unidad de la iglesia, entonces no sirven para nada por­que no son un bien personal sino un bien para el pueblo Santo de Dios.

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