Abrirse con valentía al compartir… de lo que tengo, te doy (Hch 3, 6)

Por: Pbro. Rafael Cárdenas, párroco Nuestra Señora del Rosario

Imágenes: Centro de Comunicaciones Diócesis de Cúcuta

Cuidar de la Iglesia, un buen gesto de todos

Con motivo de la pandemia generada por la Covid-19, el mundo entero experimentó un cambio drástico en todas las condiciones de vida social y económica. Ante esta situación, la Iglesia Católica fue prudente en acatar comple­tamente las recomendaciones de las au­toridades, haciendo lo propio y cerró los templos, suspendió las celebraciones con presencia de fieles. De esta forma ha con­tribuido con el cuidado y contención del virus que ha dejado desolación y tristeza en medio de las familias en países enteros; sin embargo, sin perder la mirada puesta en Cristo crucificado que “ha vencido al mundo” ha mantenido la esperanza en que vendrán tiempos mejores después de la tormenta.

Debido a lo anterior, la Iglesia que se sos­tiene de la caridad de los fieles, ha visto cómo sus obras de evangelización y cari­dad han disminuido, debido a que los re­cursos y ofrendas que por gracia de Dios los fieles confían a la Iglesia, se han re­ducido notablemente por el cierre de los templos, lo que ha llevado a que las parro­quias y obras católicas hayan experimen­tado dificultad económica. Por tal razón, la Diócesis de Cúcuta, acudiendo a la caridad y desprendimiento de los bautizados de esta Iglesia Particular ofrece estas líneas para suscitar en los fieles la generosidad de manera que puedan contribuir con el sostenimiento de las parroquias, obras de caridad y acciones de evangelización que se venían adelantando. El mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía al com­partir… De lo que tengo te doy… (Hch 3, 6). Permitamos que se pueda experimen­tar la misericordia de Dios a través de la misericordia de nosotros.

¿Qué nos enseña la Palabra de Dios?

1. La ley bíblica establecía el pago del «diezmo» que venía destinado a los Le­vitas, encargados del culto, los cuales no tenían tierra; a los pobres, los huérfanos y las viudas.

“Cada año separarás el diezmo de todo lo que hayas sembrado y que haya crecido en tus tierras. Comerás en presencia del Se­ñor, en el lugar que Él haya escogido para morada de su Nombre, el diezmo de tu trigo, de tu aceite y de tu vino, así como los primeros nacidos de tu ganado mayor y menor. Con eso aprenderás a honrar al Señor, tu Dios, todos los días de tu vida. Pero, cuando el Señor los haya multipli­cado, podría ser que el ca­mino sea demasiado largo y, por eso, no puedas llevar ese diezmo al lugar que el Señor ha elegido para morada de su Nombre. En ese caso, cam­biarás todo por dinero, e irás al lugar elegido por el Señor llevando el dinero. Allí com­prarás todo lo que desees, sean vacas u ovejas, así como también vino o bebida fer­mentada, todo lo que gustes y lo comerás allí en presencia del Señor. Estarás de fiesta, tú y los de tu casa, sin olvidar al levita que habita en tus ciudades, ya que él no tiene propiedades ni herencia como tú tienes. Cada tres años separarás el diezmo de todas las cosechas del año, pero lo guardarás en tu ciudad. Vendrá entonces a comer el levita, que no tiene herencia propia entre ustedes, y el extran­jero, el huérfano y la viuda, que habitan tus ciudades, y comerán hasta saciarse. Así el Señor bendecirá todas las obras de tus ma­nos, todo lo que hayas emprendido”. (Cfr. Dt 14, 22-29).

2 Se cuidaba que la décima parte de la co­secha, o de lo proveniente de otras activi­dades, fuera dada a aquellos que estaban sin protección y en estado de necesidad, así favorecían condiciones de relativa igual­dad dentro de un pueblo en el cual todos deberían comportarse como hermanos.

3 Estaba también la ley refe­rente a las «primicias», es de­cir, la primera parte de la co­secha, la parte más preciosa, que debía ser compartida con los Levitas y los extranjeros (Cfr. Dt 18, 4-5; 26, 1-11), que no poseían campos, así que también para ellos la tie­rra fuera fuente de alimento y de vida. «La tierra es mía, y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes (Lv 25, 23).

También hoy somos huéspe­des del Señor, en espera de la patria celeste (Cfr. Heb 11, 13-16; 1 Pe 2, 11), llamados a hacer habitable y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuantas «primicias» quien es afortunado podría donar a quien está en dificultad! Las Primicias no solo de los fru­tos de los campos, sino de todo producto del trabajo, de los sueldos, de los ahorros, de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician.

Y justamente pensando en esto, la Sagra­da Escritura exhorta con insistencia a res­ponder generosamente a los pedidos de préstamos, sin hacer cálculos mezquinos y sin pretender intereses imposibles: «Si tu hermano se queda en la miseria y no tiene con qué pagarte, tú lo sostendrás como si fuera un extranjero o un huésped, y él vivi­rá junto a ti. No le exijas ninguna clase de interés: Teme a tu Dios y déjalo vivir junto a ti como un hermano.

No le prestes dinero a interés, ni le des comidas para sacar provecho» (Lv 25, 35-37). Esta enseñanza es siempre actual. ¡Cuántas situaciones de usura estamos obligados a ver y cuánto sufrimiento y an­gustia llevan a las familias! Es un grave pecado que grita en la presencia de Dios. El Señor en cambio ha prometido su ben­dición a quien abre la mano para dar con generosidad (Cfr. Dt 15, 10).

Hermanos y hermanas, el mensaje bíbli­co es muy claro: abrirse con valentía al compartir (cfr. Hch 3, 69). Entre conciu­dadanos, entre familias, entre parroquias. La solidaridad nos lleva a pensar en el sos­tenimiento de nuestra Iglesia; compartir cuanto se posee, para distribuir los recur­sos como hermanos.

El ofrecimiento de Abel

En la conducta de los primeros hijos de Adán y de Eva aparece ya la práctica de ofrendar al Señor parte de sus bienes para reconocer así su absoluto señorío sobre todo los seres. El libro del Génesis nos dice que Abel hizo una oblación de los pri­mogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró propicio a Abel y su oblación… (Gén 4)”. Esta actitud se extendió y llegó a ser norma para quienes obraban de manera agradable a Dios.

Abraham dio al sacerdote Melquisedec “el diezmo de todo” (Gén 14, 20). Jacob hizo a Dios el siguiente voto: “Si Dios me asiste y me guarda en este camino que recorro, y me da pan que comer y ropa con que vestirme y vuelvo sano y salvo a casa de mi Padre, entonces el Señor será mi Dios. Esta piedra que he erigido como estela será Casa de Dios; y de todo lo que me dieres, te pagaré el diezmo” (Gén 28, 20-22).

El Señor ordena pagar el diezmo

El texto más precioso de Moisés sobre el diezmo es el que hallamos en el capítulo 26 de Génesis: “cuando llegues a la tierra que el Señor tu Dios te da en herencia, cuando la poseas y habites en ella, tomarás las pri­micias de todos los productos del suelo que coseches en la tierra que el Señor tu Dios te da, las pondrás en una cesta, y las llevarás al lugar elegido por el Señor tu Dios para morada de su nombre. Te presentarás al sacerdote que esté en funciones y le dirás: “Yo declaro hoy al Señor mi Dios que he llegado a la tierra que el Señor juró a nues­tros padres que nos daría”.

En los libros sapienciales

Los preceptos de Moisés acerca de los diezmos y primicias, los encontramos tam­bién en los textos Proverbios y Eclesiás­tico. “Honra a Dios con tus riquezas, con las primicias de todas tus ganancias y tus graneros se colmarán de grano y tus laga­res rebosarán de mosto” (Prov 3, 9-10). “Honra al Señor con generosidad y no seas mezquino en tus ofrendas: Cuando ofreces, pon buena cara y paga de buena gana los diezmos” (Eclo 35, 7-8).

La Palabra de Dios insiste en la finalidad principal de los diezmos. Es un acto de gratitud para con el Señor de quien reci­bimos todos los bienes. Por eso añade el autor Sagrado: “Da al Altísimo como Él te ha dado a ti, con ojo generoso, con arreglo a tus medios”. “Porque el Señor sabe pagar y te devolverá siete veces más” (Eclo 35, 9-19).

Los profetas y el diezmo

Los profetas fueron hombres valientes y fieles que transmitieron al pueblo de Israel los mensajes de Dios. Fueron mensajeros del Altísimo que corrigieron, consolaron, exhortaron y amenazaron conforme a la acción del Espíritu Santo en ellos. Respec­to al diezmo encontramos en sus mensajes: “Lleven de mañana sus sacrificios y el ter­cer día su diezmo”, ordena el profeta Amós (4, 4).

Malaquías es claro. Meditemos con aten­ción sus palabras. “Desde los días de vues­tros padres se vienen apartando de mis preceptos y no los observan. Vuélvanse a mí y yo me volveré a ustedes” (Ml 3, 7), dice el Señor.

Los primeros cristianos

El espíritu de pobreza y de desprendimien­to de las riquezas en Jesús es un mandato para nosotros. Trabaja como carpintero en Nazareth y llama “felices a los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).

Así pues, Jesús indica al joven rico dón­de se encuentra la perfección; le dice: “Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tie­nes y dáselo a los pobres y tendrás un teso­ro en los cielos; luego, ven y sígueme” (Mt 19, 21). También enseña: “No amontonen tesoros en la tierra, donde hay polilla y he­rrumbre que corroen, y ladrones que soca­van y roban. Amontonen más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrum­bre que corroen, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6, 19-22).

Dar con alegría

San Pablo, se preocupó también por las necesidades temporales de sus hijos y dedicó muchos esfuerzos a la organiza­ción de una gran colecta de dinero para los pobres de la Iglesia de Jerusalén. Les expone los beneficios que han de resultar de esta ayuda fraternal y escri­be: “les digo esto: El que siembra esca­samente, escasamente cosecha; y el que siembra a manos llenas, a manos llenas cosecha. Cada cual dé según le diga su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría… Porque el servicio de esta acción sagra­da no sólo provee a las necesidades de los santos, sino que redunda también en abundantes acciones de gracias a Dios” (2 Cor 9, 6-13).

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