¿Jesús es relación, no religión? ¿Cristo sí, Iglesia no? ¿Cómo orientar a nuestros hermanos?

Por: Pbro. Wilson David Alba García, Vicario Episcopal de San Pío X; párroco de Santos Apóstoles

Foto: Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta 

Se ha tornado muy común hoy es­cuchar frases como: “Jesús es relación, no religión”, “Cristo sí, Iglesia no”, “Creo en Dios y no en la Iglesia”; dándonos erróneamente a en­tender que en el fondo la Iglesia no ten­dría nada que ver con Cristo y su misión redentora.

Para ello, sería bueno precisar varios puntos que nos ayudarán a compren­der la unidad que hay entre Dios y la Iglesia, ya que no puede haber espacio para una contraposición; o separar a Cristo de la Iglesia. Pues en definitiva lo que dichas frases nos dan a entender, es que algunos cristianos no practican­tes al descalificar la comunidad-Iglesia, pretenden “creer sin pertenecer”, o vivir una experiencia de fe sin compro­miso y a su manera. Por consiguiente, se debe tener claro:

  1. La Iglesia no se puede separar de Cristo 

La Iglesia no se explica desde sí mis­ma, sino desde la persona de Jesús, puesto que, afirmar a Cristo es afirmar a la Iglesia, ya que la Iglesia es el Cuer­po de Cristo, del cual Cristo es cabeza (cfr. Ef 5, 23). Del mismo modo que, en el hombre, cabeza y cuerpo forman una unidad integral, así también Cristo y la Iglesia constituyen un solo cuerpo místico; como lo afirmó Santo Tomás: “Cabeza y miembros son, por así decir, una sola persona mística” (STh., III, q.48, a. 2, ad 1). Ahora bien, el Concilio Vaticano II también nos ha mostrado la unidad que hay entre Cristo y la Iglesia a través de varias imágenes bíblicas: la Iglesia como el redil, cuya única y obli­gada puerta es Cristo (cf. Jn 10, 1-10); es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mis­mo Cristo, Buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1 P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11- 15), (cf. LG 6).

Por tanto, “entre el Hijo de Dios encar­nado y la Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa unidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo” (Benedicto XVI, Au­diencia general, 15/03/06). Es siempre contemporáneo nuestro, y es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles: “Id y haced discípulos de todos los pue­blos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 16-20).

  1. La Iglesia es presencia sacramental de Cristo 

La Iglesia, enriquecida con los dones de su fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y ab­negación, recibe la misión de anunciar el Reino de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino (LG 5). Pero no solamente anuncia el Reino, sino que además la Iglesia prolonga en la historia de la humanidad la perso­na de Jesús y su enseñanza; y al mis­mo tiempo comunica su mensaje y ad­ministra sus efectos salvíficos. Ya que, como indica Xavier Zubiri: “La Iglesia, ciertamente, es la vida misma de Cristo presente”. Es decir, la Iglesia actualiza desde la liturgia y la Palabra de Dios, la presencia viva y real de Cristo; espe­cialmente en la Eucaristía, y esto hace que Cristo mismo alimente de manera espiritual pero real su Cuerpo Místico, haciendo que dicha unión irrefutable entre Cristo y la Iglesia se vea refleja­da en la Esposa de Cristo, quien es al mismo tiempo su presencia sacramental para la humanidad. En definitiva, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católi­ca: “Cristo y la Iglesia son, por tanto, el Cristo total [Christus totus]. La Iglesia es una con Cristo” (CEC 795).

  1. El cristianismo se vive en comunidad 

Y, por último, creer en Cristo nos debe llevar inmediatamente a tener una experiencia de comunidad, pues no se entiende un creyente que lleve una vida cristiana aislada, sin vivencia ecle­sial, ya que es en la comunidad-Iglesia donde se hace vivo el Evangelio, don­de se hace presente Cristo de manera sacramental y a través de cada uno de los creyentes: “donde dos o tres estén reunidos en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Pero esto ya no sería fruto de “un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad” (DCE 31), y une en el amor cristiano a todos los creyentes.

Así las cosas, la fe en Cristo, se con­cretiza no solo en relaciones sanas y maduras con nuestros semejantes, sino que va más allá: se concretiza en la unidad y comunión con la Iglesia, pues limitar la fe a una vida individua­lista y aislada sería limitar la acción del mismo Cristo que quiere que “todos sean uno”, como Él y el Padre celestial son uno (cf. Jn 17, 21). Aunque, como afirma Benedicto XVI: “el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo íntimo más profundo y que marca un cambio de dirección, una con­versión personal”, también agrega que: “este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el pro­ducto de un pensamiento mío, sino que es fruto de un diálogo, en el que hay un escuchar, un recibir y un responder… No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así, en la multi­tud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enrai­zada en el eterno amor de Dios que en sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria: puede ser mi fe sólo si se vive y se mueve en el «nosotros» de la Iglesia, sólo si es nues­tra fe, la fe común de la única Iglesia” (Audiencia general, 31/10/12).

Por tanto, ese nosotros se debe vivir concretamente en la comunidad parro­quial, pues como afirma el Documento de Aparecida: “Entre las comunidades eclesiales, en las que viven y se forman los discípulos misioneros de Jesucristo, sobresalen las Parroquias. Ellas son cé­lulas vivas de la Iglesia y el lugar pri­vilegiado en el que la mayoría de los fieles tienen una experiencia concreta de Cristo y comunión eclesial” (170); porque es en ellas donde los creyentes se reúnen para “partir el pan de la Pa­labra y de la Eucaristía y perseverar en la catequesis, en la vida sacramental y la práctica de la caridad”, pero especial­mente es en la celebración de la Euca­ristía en donde la comunidad creyente reunida en torno al altar del Señor, cada día “renueva su vida en Cristo” (DA 175).

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