Sigamos adelante en salida misionera

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Culminamos este mes de oc­tubre, consagrado por la Iglesia para reflexionar y orar por las misiones en todo el mundo, conscientes del mandato que hemos recibido del Señor: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ense­ñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes to­dos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19-20).

Este mandato es para todos los bautizados que tenemos la misión de comunicar a otros la experien­cia de Jesucristo, dando testimo­nio de Él con la vida, y anun­ciándolo con las palabras. Así lo expresa el Concilio Vaticano II cuando afirma: “Todos los fieles cristianos donde quiera que vi­van, están obligados a manifes­tar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el hom­bre nuevo de que se revistieron por el bautismo, y la virtud del Espíritu Santo, por quien han sido fortalecidos con la confir­mación, de tal forma que, to­dos los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre (cf. Mt 5, 16) y perciban, plenamente, el sentido auténtico de la vida y el vínculo universal de la unión de los hombres” (Ad Gentes #11, 1965), para llevarlos a todos a la salvación eterna a par­ticipar de la gloria de Dios.

El Papa Francisco en su magis­terio, continuamente nos está re­cordando que estamos en Iglesia en salida misionera y en nuestro caso, queremos renovar nues­tro compromiso de ser Diócesis en salida misionera, en donde el Obispo, los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y todos los bautizados estamos en salida misionera, cumpliendo con el de­ber de propagar la fe y la salva­ción de Cristo, obedientes a la vo­luntad del Señor que tiene como meta la salvación de todos, ya que Dios no quiere la muerte del peca­dor, sino que se convierta y viva eternamente (cf. Ez 33, 11) y por eso cada bautizado está llamado a cumplir esta tarea con gozo y esperanza, porque “evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identi­dad más profunda” (Evangelii Nuntiandi #14).

La alegría de predicar el Evangelio, brota de una experiencia con Jesucristo vivo en nuestro corazón y que está en medio de la comunidad, tomando conciencia que este gozo no lo podemos de­jar encerrado en nuestra vida, sino que lo tenemos que comunicar. La salida misionera no es ir muy le­jos de nuestro entorno, algunos tendrán vocación específica para hacerlo y saldrán fuera de los confines de su propio territorio, pero en el caso de la mayoría de los bautizados, la salida misionera es renunciar al propio individua­lismo y egoísmo que nos ahogan, y comunicar el mensaje de Jesu­cristo comenzando por nuestra propia familia, donde en ocasio­nes se hace difícil ser misionero de Jesucristo, pero con el llamado permanente a evangelizar el pro­pio hogar.

En el propio entorno familiar y de trabajo tenemos una tarea de anun­ciar el Evangelio, “cada cristia­no y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invita­dos a aceptar este llamado: salir de nuestra propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz el Evangelio” (Evangelii Gaudium #20), periferias que pueden estar a nuestro lado e incluso en nuestro propio corazón, porque son luga­res físicos y existenciales donde aún no ha llegado la Palabra de Dios y el mensaje de Jesucristo no ha inun­dado la existencia.

Esta salida misione­ra en la que estamos empeñados todos por mandato del Señor, no es algo añadido a la misión evangeli­zadora de la Iglesia, sino que hace parte del Proceso Evan­gelizador de la Iglesia Particular (P.E.I.P.), que se acerca, que es ca­paz de llegar a todos, para comu­nicarles con alegría el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. El Papa Francisco nos recuerda que “la alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría mi­sionera” (EG 21), que genera una vida nueva en quienes escuchan y reciben con gozo el primer anun­cio, para luego profundizarlo en el proceso que podemos vivir en la comunidad cristiana.

Terminar el mes de oración y re­flexión por las misiones, no es culminar la tarea, pues estamos en estado permanente de misión como nos lo ha pedido el Conci­lio: “esta misión continúa, y de­sarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. La Iglesia debe caminar por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino de Cris­to” (AG 5), por eso los animo a todos en la Diócesis de Cúcuta, a continuar con el anuncio gozoso de la persona, el mensaje y la Pa­labra de Nuestro Señor Jesucristo, siempre en salida misionera y con la alegría de hacer nuevos discí­pulos misioneros del Señor.

Sigamos adelante en salida mi­sionera en nuestra Diócesis de Cúcuta, cumpliendo con el man­dato del Señor de ir por todas par­tes a anunciar el Evangelio. To­dos los bautizados de esta Iglesia particular estamos disponibles a cumplir con esta tarea, siendo co­munidad de discípulos misioneros que nos involucramos y acompa­ñamos a todos y les entregamos con gozo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Que la Santísi­ma Virgen María, Estrella de la Evangelización, y el glorioso Pa­triarca san José, fiel custodio de la fe, la esperanza y la caridad de todos los creyentes, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo, el ardor misionero para que sigamos ade­lante en salida misionera.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

Evangelizar a los que están lejos

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Avanzamos en este mes de octubre dedicado en la Igle­sia a la oración, reflexión y ayuda a las misiones en todo el mundo y sobre todo, a tomar conciencia de la tarea evangelizado­ra de la Iglesia y de cada uno de los bautizados, en muchos ambientes y sectores que están físicamente cerca de nosotros, pero viven muy lejos de Dios y de su Palabra de Salvación.

Ya el tiempo donde todos en la fami­lia eran creyentes con fe firme, está pasando, y estamos en una época don­de muchos recibieron el bautismo, pero en lo que se refiere a la fe, son indiferentes e incluso, rechazan abier­tamente a Jesús. El Papa Pablo VI, en su momento, así lo percibía cuando afirmó: “aunque el primer anun­cio va dirigido de modo específico a quienes nunca han escuchado la Buena Nueva de Jesús o a los niños, se está volviendo cada vez más ne­cesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bau­tismo, pero viven al margen de la vida cristiana” (‘Evangelii Nuntian­di’ #52).

Esta realidad descrita por el Papa Pablo VI, es un fenómeno común en las nuevas generaciones de mu­chas de las familias creyentes y por esta razón, el Papa Francisco vuel­ve a retomar el tema cuando llama a evangelizar en todos los ámbitos, sin descuidar la pastoral ordinaria que se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios. Es necesario reconocer el ámbito de las personas bautizadas que no viven las exigencias del bau­tismo y también hace el llamado a proclamar el Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado (cf. ‘Evangelii Gaudium’ #14), recordando que “los cristia­nos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un ban­quete deseable” (EG 14).

La preocupación de toda la Iglesia, pastores y fieles, a lo largo de los si­glos ha sido anunciar el Evangelio a los que están alejados de Cristo y por eso, en una época se identificaban los alejados con quienes habitaban fuera de las fronteras de nues­tro entorno y existía una vocación misionera para atender directamente a esos hermanos nuestros. Pero hoy la realidad de los alejados está presen­te en nuestro territorio, en nuestra Diócesis, en las periferias y en el centro de nuestra ciu­dad, en la parte urbana y en el campo. Por ello, retomamos como propio el llamado del Papa Francisco cuando nos dice que “la actividad misionera repre­senta aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia y la causa misione­ra debe ser la primera” (EG 15), de tal manera que, lo tenemos que hacer presente con la salida misionera a la que estamos convocados todos los creyentes.

La salida misionera es el camino ade­cuado en este momento de nuestra historia para volver a traer al redil de la Iglesia a la oveja perdida. Jesús en el Evangelio nos da el testimonio del Pastor bueno que sale a buscar una oveja perdida, dejando las noventa y nueve en el redil (cf. Lc 15, 4-6), hoy tenemos que retomar la salida misionera para ir en busca de las no­venta y nueve, dejando una en nuestro redil. Si no lo hacemos entre to­dos, corremos el riesgo de dejar a todo el pue­blo de Dios a la deriva, con la conciencia que “cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atre­verse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20), periferias que vemos avan­zar en nuestra ciudad, no solamente por la limitación física de los recursos de muchas personas, sino por el vacío en la fe que padecen muchas personas que son nuestros vecinos y cercanos.

Recordemos que los discípulos que se reunieron en torno a Jesús y que salie­ron a predicar con Él, no tenían un lu­gar para permanecer, porque “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20); siempre fueron itinerantes, siempre estaban en mi­sión de un lugar para otro y así nació la Iglesia, en camino, en salida misio­nera. El Papa Francisco nos recuerda esta verdad cuando afirma: “La inti­midad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión esencialmente se configura como comunión misionera. Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Igle­sia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo” (EG 23).

La Iglesia comunidad de creyentes en su tarea evangelizadora tiene el mandato de la salida misionera. En nuestra Diócesis de Cúcuta estamos disponibles a cumplir con esta ta­rea, siendo comunidad de discípulos misioneros que nos involucramos y acompañamos a todos y les entrega­mos con gozo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Que la Santísima Virgen María, Estrella de la evange­lización y el glorioso Patriarca san José, fiel custodio de la fe, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo, el fervor pastoral, para estar siempre en salida misionera.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

Vayan y hagan discípulos misioneros

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

Comenzamos el mes de octubre, cuando nos enfocamos en reflexionar sobre la tarea y misión de la Iglesia, que es llevar el Evangelio a todos, porque “evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (‘Evangelii Nuntiandi’ #14), cumpliendo de esa manera con el mandato del Señor “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo… y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19-20). Con esta certeza podemos abrirnos a ser obreros del Señor en salida misionera.

En nuestra Diócesis de Cúcuta estamos en estado permanente de misión, el Obispo, los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaris­tas y fieles bautizados, estamos en salida misionera, dispuestos a pro­clamar por todas partes a Jesucristo Nuestro Salvador, cumpliendo con fidelidad el mandato del Señor que el Documento de Aparecida expre­sa diciendo que: “todos nosotros como discípulos de Jesús y misio­neros, queremos y debemos pro­clamar el Evangelio, que es Cris­to mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesante­mente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas” (DA 30).

Asistimos a un momento histórico en donde muchos en la sociedad viven sin Dios y a veces quieren imponer esta manera de pensar y de vivir a los creyentes, pero con la convicción y el fervor que nos da el Espíritu Santo, caminamos juntos escuchando la voz de Dios con la disponibilidad de hacer en todo momento su voluntad, siendo auténticos misioneros del Señor, anunciándolo en todos los ambien­tes y sectores, aún en los más difíci­les, abiertos a la gracia del Espíritu Santo que nos da la fortaleza nece­saria para dar testimonio de Jesu­cristo por todas partes, porque “el Espíritu en la Iglesia forja misioneros deci­didos y valientes como Pedro (Cf. Hch 4, 13) y Pablo (Cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser evange­lizados y elige a quie­nes deben hacerlo (Cf. Hch 13, 2)” (DA 150), para que se cumpla el mandato misionero de ir por todas partes a transmitir la Persona, el mensaje y la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo.

Esta tarea que es mandato del Señor no es para unos pocos en la Igle­sia, sino para todos los bautizados, pues con el bautismo somos elegi­dos por Dios como discípulos mi­sioneros y a la vez llamados y en­viados por la Iglesia a la acción misionera en el mundo, que debe ser iluminado por la Palabra de Dios. Así lo recuerda el Papa Fran­cisco cuando afirma: “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santifi­cadora del Espíritu que impulsa a evangelizar” (‘Evangelii Gaudium #119), de tal manera que, cada día debemos tomar mayor conciencia de esta misión que es para todos, no importando el lugar y el estado de vida en que se encuentra cada uno, basta simplemente tener a Dios en el corazón y estar lleno de su gracia y presencia para salir con alegría a dar testimonio de Él.

Por lo anterior, entendemos que la evangelización no se hace con mucha ciencia humana, sino con la sabiduría que viene de Dios, que es un don del Espíritu Santo, que hace que habite en nuestro corazón la gracia y que tengamos fervor in­terior para transmitirla, porque “si uno de verdad ha he­cho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de pre­paración para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den mu­chos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús” (EG 120).

Esta fue la experiencia de los pri­meros discípulos del Señor, ellos después de experimentar el amor de Dios, de inmediato salieron con gozo a transmitir lo que estaban vi­viendo en sus vidas y lo hacían con gozo y convicción “hemos encon­trado al Señor” (Jn 1, 41), y esta es la misión nuestra, vivir el amor de Dios en la propia vida y querer extender ese amor a otros, siendo auténticos misioneros del Reino de Dios, porque “todos somos llama­dos a ofrecer a los demás el testi­monio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cer­canía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida” (EG 121).

Para un mundo sin Dios, la misión de todos nosotros los bautizados se hace más necesaria y urgente, por­que la humanidad sin Dios, pierde toda esperanza. Así lo expresó el Papa Benedicto XVI cuando dijo: “El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza” (‘Spe Salvi’ 23), cayendo en el abismo más sombrío y tenebroso, donde puede sacarlo solamente el amor de Dios manifestado a través de nuestra presencia misionera. Se trata de no perder la motivación para evangelizar, recordando que la “primera motivación para evan­gelizar es el amor de Jesús que he­mos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él, que nos mueve a amarlo siempre más” (EG 264).

Como creyentes en Jesucristo, si­gamos en salida misionera hacien­do discípulos misioneros del Señor, comenzando ese anuncio en el pro­pio hogar y en el entorno en el que vivimos. Que este mes misionero que vamos a vivir juntos, sea un momento especial de gracia para conocer y amar más a Jesucristo, dándolo a conocer a nuestros her­manos, incluyendo a aquellos que no lo conocen o lo rechazan abier­tamente. Que la Santísima Virgen María y el glorioso Patriarca San José, alcancen del Nuestro Señor Jesucristo el fervor misionero para cumplir con el mandato del Señor de ir por todas partes a hacer discí­pulos misioneros del Señor. 

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

La misión de la Iglesia es anunciar la Palabra de Dios

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Avanzamos en este mes de septiembre que en sus co­mienzos ha estado dedica­do a orar por la paz, recibirla en el corazón como don de Dios y llamados a trasmitirla a nuestros hermanos, y ahora seguimos con esa intención, reforzando nuestro compromiso con la escucha aten­ta de la Palabra de Dios, con el llamado que nos hace la Iglesia y nuestra Diócesis de Cúcuta a re­flexionar sobre el contenido de las Escrituras en la próxima Semana Bíblica para la que nos prepara­mos, que fortalecerá el Proceso Evangelizador de la Iglesia Par­ticular, que este mes tiene como lema: “El amor todo lo puede, sigamos adelante”.

El llamado insistente que el Papa Francisco nos sigue haciendo es el fortalecimiento en la Iglesia de la conciencia misionera, que es el mandato de Jesucristo des­de los orígenes: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrar­los al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo, enseñándoles a po­ner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días has­ta el final de los tiempos” (Mt 28, 19-20), como una invitación a compartir la fe con los herma­nos, que hoy se hace realidad en nuestra Iglesia particular que está en salida misionera y desea trans­mitir la Palabra de Dios por todas partes.

La misión de la Iglesia es anun­ciar la Palabra de Dios a tantas personas que no conocen a Jesús, para ello, el Papa Francisco lo re­cuerda como la tarea prioritaria de la Iglesia: “quiero recordar aho­ra la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque no puede haber auténtica evan­gelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Se­ñor, y sin que exista un prima­do de la proclamación de Jesu­cristo en cualquier actividad de evangelización” (EG 110), que está contenido en la Palabra de Dios y por esta razón, la fuente de la predicación y la evangelización se encuentra en las Sa­gradas Escrituras, que contienen la fuente de nuestra salvación.

La Evangelización es tarea de la Iglesia, entendiendo aquí el llamado a todos los bautizados a trasmitir el Evangelio de Nues­tro Señor Jesucristo a los demás, porque ese tesoro que se recibe no puede quedar escondido, hay que comunicarlo a otros para que también tengan la alegría de cono­cer a Jesús. Así nos lo enseñó el Papa Benedicto XVI en ‘Verbum Domini’: “No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, ne­cesita de este anuncio. El Señor mismo, suscita entre los hom­bres nueva hambre y sed de las palabras del Señor. Nos corres­ponde a nosotros la responsabi­lidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia” (VD 91).

Con esto, todos los cristianos entendemos que la misión de la Iglesia de transmitir la Palabra de Dios, no puede ser algo opcio­nal, ni un agregado a nuestra vida de fe, esperanza y caridad, sino que es el núcleo de nuestro ser de cristianos que estamos llama­dos a comunicar como prioridad en nuestra vida, pues se trata de participar en la vida y misión de la Iglesia, escuchando la voz del Espíritu Santo que nos ilumina la manera como debemos comu­nicar hoy a Nuestro Señor Jesu­cristo.

Se hace necesario para los cristianos redescubrir cada vez más la prioridad y la urgencia de anunciar la Palabra de Dios, para que el Reino de Jesucristo llegue y crezca en todos los corazones y familias de nuestras comunida­des cristianas. Esta tarea corres­ponde a cada uno de nosotros, así lo repite el Papa Benedicto XVI cuando afirma que “la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discí­pulos de Jesucristo, como con­secuencia de su bautismo. Nin­gún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsa­bilidad que proviene de su per­tenencia sacramental al Cuer­po de Cristo. Se debe despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad, asocia­ción y movimiento eclesial. La Iglesia como misterio de comu­nión, es toda ella misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una contribución incisiva al anun­cio cristiano” (VD 94).

Con este llamado que hace Bene­dicto XVI a todos a participar en la misión de la Iglesia de trasmitir la Palabra de Dios por todas par­tes, invito a todos los bautizados, familias, parroquias, comunida­des cristianas, asociaciones y mo­vimientos apostólicos de nuestra Diócesis de Cúcuta a redoblar los esfuerzos por la evangelización y cada uno desde su carisma y don que ha recibido del Espíritu San­to se ponga en salida misionera, para transmitir la fe a otros que no conocen a Jesús, porque “la actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia y la causa misio­nera debe ser la primera” (EG 15).

Como cristianos comprometi­dos sigamos en salida misionera, anunciando la Palabra de Dios por todas partes. Que esta Sema­na Bíblica (del 25 de septiembre al 2 de octubre) que vamos a vi­vir juntos, sea un momento espe­cial de gracia para interiorizar la Palabra de Dios, conocer y amar más a Jesucristo y comunicarlo a nuestros hermanos, incluyendo a aquellos que no lo conocen o lo rechazan abiertamente. Que la Santísima Virgen María y el glo­rioso Patriarca san José, alcan­cen del Nuestro Señor Jesucristo el fervor misionero para cumplir con la misión de la Iglesia de anunciar la Palabra de Dios por todas partes.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

“La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

En la puesta en práctica del Proceso Evangelizador de la Iglesia Particular de nuestra Diócesis de Cúcuta, este mes de septiembre está enmarcado por la celebración de la Semana por la Paz, con el lema de nuestro proceso pastoral: “El amor todo lo puede, sigamos adelante”, que tiene como propósito que cada uno de nosotros siga afianzando el fervor y celo pas­toral en un trabajo comprometido por la paz, como don precioso de Dios para toda la humanidad, y con el corazón dispuesto a recibir esta gracia que viene de lo alto, que no es como la que trae el mundo, sino como la que nos regala Dios: “La paz les dejo, mi paz les doy. Una paz que el mundo no les puede dar” (Jn 14, 27), que implica traba­jar intensamente por tener en la vida a Nuestro Señor Jesucristo que nos conduce a la verdadera paz.

Esta paz interior y exterior no de­pende de nuestros méritos, sino de la gracia de Dios. No es la paz como la que busca el mundo, que en mu­chos casos es más un negocio que pide beneficios para quienes la pro­porcionan, sino que es un maravillo­so regalo que Jesucristo ha ganado con su Sangre y que nos quiere dejar para vivir en comunión y unidad. De nuestra parte queda la responsabili­dad para aceptarla y acogerla como don para nuestra vida y el compro­miso por extenderla entre los her­manos, trabajando juntos cada día por construirla, con la certeza que el compromiso por la paz, nos hace participar de las bienaventuranzas del Señor. Así lo expresa Jesús en el sermón de la montaña: “Bienaven­turados los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará sus hijos” (Mt 5, 9).

Esta es la tarea de todo cristiano, ayudar a que vivamos en paz, ayu­dar a que en la familia y en la co­munidad vivamos perdonados y reconciliados, amándonos los unos a los otros. Llegar a trabajar por la paz presupone que reinen en nues­tro corazón las demás bienaventu­ranzas. Cuando tengamos la con­fianza puesta solo en Dios desde la pobreza evangélica, cuando tengamos el alma limpia de todo pecado, comenza­mos a tener paz en nosotros mismos y también la podemos ofrecer a los demás.

Quienes trabajan por la paz son bienaventurados, porque primero tienen la paz en su corazón y des­pués procuran ambientes de paz en­tre los hermanos que están en divi­sión y conflicto. Para trabajar por la paz y transmitirla a los otros, se ne­cesita tener en el corazón todas las cosas ordenadas, dejar entrar todas las virtudes, desde la fe, la esperan­za y la caridad que nos ponen en paz con Dios y luego las demás virtudes que rigen toda la vida del creyen­te y lo ponen en actitud de acogi­da del hermano. Desde un corazón que está limpio, que está en gracia de Dios, es posible trabajar por la paz, recibiendo cada uno la paz que Jesucristo nos ha dejado y que nos conduce al encuentro con Él.

Del 4 al 11 de septiembre celebra­mos la Semana por la Paz, en donde nos disponemos a rezar por la paz tan anhelada por to­dos y a trabajar para que vivamos en fa­milias perdonadas, reconciliadas y en paz. Se necesitan corazones perdona­dos y reconciliados con Dios y con los hermanos para que podamos tener una paz verdadera, estable y duradera. Todos queremos la paz y hacemos grandes esfuerzos por conseguirla. En Colombia sabemos de la nece­sidad que tenemos de la paz, pero no podemos olvidar que es un don de Dios y que trabajar por la paz, nos hace hijos de Dios y hermanos entre sí. Mientras no tengamos este principio cristiano bien anclado en el corazón, todos los esfuerzos meramente humanos que hacemos por conseguir la paz, quedan a mitad de camino y desfallecen fácilmente.

La misión de Nuestro Señor Jesu­cristo en esta tierra fue conducirnos a la paz, reunir a los que están dis­persos y divididos y establecer la paz entre los que crean divisiones. Su misión desde la cruz fue devol­vernos la paz con Dios, perdida a causa del pecado y que lo escucha­mos desde la primera palabra cuan­do nos otorga el perdón misericor­dioso: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), que implica dejarnos limpios de todo lo que se opone a Dios y librarnos de odios, resentimientos, rencores y venganzas que destru­yen nuestras relaciones familiares y comunitarias y hacen que la paz comience a agonizar.

Como creyentes en Cristo, segui­mos comprometidos en construir la paz desde el perdón y la reconcilia­ción como una respuesta de fe en Nuestro Señor Jesucristo, que nos invita desde el Evangelio a amarnos los unos a los otros, tal como él nos ha amado, creando comunión y for­taleciendo los vínculos de unidad en la familia y en la comunidad. Que la Santísima Virgen María y el Glorio­so Patriarca San José, alcancen del Señor todas las gracias y bendicio­nes necesarias, para recibir la paz como don de Dios y transmitirla a los demás, siendo cada uno un ar­tesano de la paz, con la certeza que es la respuesta adecuada para un mundo que está lleno de odio, re­sentimiento, rencor y venganza. Por eso resuenan en nuestro corazón las palabras de Jesús “la paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27), que a la vez debemos transmitir a los demás.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

La catequesis: escuela de formación en la fe

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

El día del catequista se cele­bra cada 21 de agosto, una fecha en la que la Iglesia universal conmemora al papa san Pío X, quien ha sido constituido patrono de todos los catequis­tas del mundo, enalteciendo esta noble misión de muchos bauti­zados que recibiendo el llamado del Señor de anunciar el mensaje de la Salvación; dan un poco de su tiempo para fortalecer la fe de muchos niños, jóvenes y adultos, para que den una respuesta al lla­mado que el Señor les ha hecho desde el bautismo, de ser autén­ticos discípulos misioneros del Señor.

En todas las parroquias existen muchos bautizados que desde siempre se han dedicado a esta misión en la Iglesia, que ha sido muy valorada por todos. En la ac­tualidad el Papa Francisco en su Motu Proprio ‘Atiquum Ministe­rium’, instituye el ministerio del catequista, dándole una dignidad especial a esta labor de la ense­ñanza y profundización en la fe. El Papa Francisco así lo expresa cuando afirma: “El catequista está llamado en primer lugar a manifestar su competencia en el servicio pastoral de la transmi­sión de la fe, que se desarrolla en diversas etapas: desde el primer anuncio que introduce al Keryg­ma, pasando por la enseñanza que hace tomar conciencia de la nueva vida en Cristo y prepara en particular a los sacramentos de iniciación cristiana, hasta la formación permanente que per­mite a cada bautizado estar siem­pre dispuesto a dar respuesta a todo el que les pida dar razón de su esperanza” (AM 6). 

En esta enseñanza del Papa queda muy claro que la catequesis no se reduce solamente a preparar niños y jóvenes para los sacramentos, sino que es toda una escuela e iti­nerario que prepara para profun­dizar en la fe, esperanza y caridad de los creyentes, para tomar con­ciencia de la vida nueva en Cristo que han recibido desde el bautis­mo y que se tiene que perfeccio­nar con el proceso e itinerario de la iniciación cristiana, que ayuda a fortalecer la vida cristiana en las per­sonas. En este sen­tido, el Papa añade unas notas especia­les a quien ejerce esta misión, afir­mando que “el cate­quista es al mismo tiempo testigo de la fe, maestro y mista­gogo, acompañan­te y pedagogo que enseña en nombre de la Iglesia. Una identidad que solo puede desarrollarse con co­herencia y responsabilidad me­diante la oración, el estudio y la participación directa en la vida de la comunidad” (AM 6).

Es de vital importancia la nota característica del catequista como testigo de la fe y maestro de la iniciación cristiana, dándole un relieve especial a esta misión que no consiste en dar contenidos ajenos a la vida de quien los en­seña, sino que hacen parte de su ser cristiano que quiere transmi­tir como experiencia de vida en Cristo, en cumplimiento del man­dato del Señor: “vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19 – 20).

Una de las carencias actuales en la vida de los cristianos es la poca solidez del compromiso adquirido en el bautismo y eso se debe a la falta de catequesis, para que la fe crezca en el camino de respues­ta personal. Todo esto debe res­ponder al Proceso Evangelizador que en la Iglesia está bien definido y que tiene como meta hacer cristianos. Así lo plantea el Directorio General para la Catequesis de 1997, ratificado en el Directorio del 2020, al afirmar que “el proceso evangelizador, por consiguiente, está estructurado en etapas o momentos esencia­les: la acción misionera para los no creyentes y para los que vi­ven en la indiferencia religiosa; la acción catequético iniciatoria para los que optan por el Evan­gelio y para los que necesitan completar o reestructurar su ini­ciación; y la acción pastoral para los fieles cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad cris­tiana” (DGC 49, DC 31-35).

De tal manera que, para quienes hacen la opción por Jesucristo y el Evangelio, se hace necesario pro­fundizar sobre su persona y en­señanza, para formar un camino espiritual que provoque un cam­bio progresivo en la vida interior y en las costumbres (Cf AG 13) y que ayude a la configuración del creyente como un verdadero dis­cípulo del Señor. Así lo expresa el Directorio para la Catequesis del 2020: “La acción catequísti­ca-iniciatoria está al servicio de la profesión de fe. Aquellos que ya han encontrado a Jesucris­to sienten un creciente deseo de conocerlo más íntimamente, ma­nifestando así una primera elec­ción por el Evangelio” (DC 34).

El catequista es un discípulo de Jesucristo quien con una fe madu­ra, se convierte en un misionero del Señor y en salida misionera anuncia el mensaje de Salvación por todas partes. En este sentido, la catequesis es una escuela de formación en la fe, que ayuda al creyente a transformar la vida en Cristo, en un proceso de auténtica conversión cristiana. Como bau­tizados seguimos comprometidos en la Diócesis de Cúcuta con la iniciación cristiana de muchos bautizados para fortalecerlos en la fe, esperanza y caridad, y hacerlos discípulos del Señor y misioneros en la Iglesia, para gloria de Dios, salvación nuestra y de nuestros hermanos. Que la Santísima Vir­gen María y el glorioso Patriar­ca san José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesarias, para vivir la misión evangelizadora en nuestra Igle­sia particular en salida misionera, dejando resonar en el corazón la invitación: encontrémonos como hermanos, sigamos adelante.

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

La corrección fraterna ayuda a vivir la comunión

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

En el desarrollo del Proceso Evangelizador de la Iglesia Particular (P.E.I.P.) de nues­tra Diócesis de Cúcuta, este mes de agosto está destinado a reunirnos para celebrar juntos la fiesta dioce­sana, con el lema “Encontrémonos como hermanos, sigamos adelan­te”, el cual tiene como propósito que cada uno pueda afianzar los vínculos de caridad necesarios para vivir en comunión fraterna, en la familia y en la comunidad de creyentes que es la Iglesia.

Todos experimentamos en el presen­te un clima de mucha incertidumbre y violencia, donde la raíz de estas di­ficultades está en el hecho de que el otro se ha convertido en una ame­naza para la vida personal. Ya no se mira al prójimo como un hermano, sino como un enemigo, alguien que obstaculiza los planes personales egoístas y mezquinos. Frente a esa realidad, nuestro Señor Jesucristo en el sermón de la montaña, nos enseña que el mandamiento nuevo del amor tiene su alcance en amar a los enemi­gos y a los que se convierten en un obstáculo para mi vida: “Han oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre jus­tos e injustos” (Mt 5, 43-45).

En este camino cristiano y espiritual, el prójimo no es una amenaza, sino un hermano que está frente a mí, a quien debo custodiar y ayudar para que su vida crezca y para que llegue a la santidad. Por este motivo frente al pecado del otro, frente a la equi­vocación que pueda tener en su vida, el camino para recuperarlo es la co­rrección fraterna, tal como lo plantea el evangelista Mateo cuando enseña: “Por eso, si tu hermano te ofende, ve y llámale la atención a solas. Si te hace caso, habrás ganado a tu hermano” (Mt 18, 15), haciendo de la corrección fraterna, un servi­cio fraterno, en la línea de la recu­peración de quien se ha equivocado, como un modo evangélico de situar­se ante el pecado ajeno, tal como lo enseña Terrinoni cuando dice que la corrección fraterna “es un gesto purísimo de cari­dad, realizado con discreción y humil­dad, en relación con quien ha errado; es comprensión carita­tiva y disponibilidad sincera hacia el her­mano para ayudar­le a llevar el fardo de sus defectos, de sus miserias y de­bilidades a lo largo de los arduos senderos de la vida; es una mano tendida hacia quien ha caído para ayudarle a levantarse y reempren­der el camino”.

De esta manera, se puede decir que es una solícita intervención fraterna que quiere curar las heridas del alma, sin causar sufrimientos, ni humilla­ciones, que va desde la ayuda que se presta al hermano para que no se extravíe, el apoyo que se ofrece a los débiles o el estímulo dirigido a los pusilánimes, la exhortación, la lla­mada de atención y la corrección.

Evidentemente, este modo de enten­der la corrección fraterna exige una ampliación de la perspectiva del sentido del “yo”, una genuina y autén­tica conversión interior. Para llegar exactamente a invertir la insolente frase de Caín (cf. Gén 4,9) y recono­cer que sí, que soy yo el guardián de mi hermano, que Dios lo ha puesto a mi lado para que me ocupe de él, porque es voluntad del Padre celes­tial que no se pierda ninguno.

Vivir en familia y en comunidad, consagrados al mismo Padre, signi­fica tomar la decisión de recorrer el mismo camino de santidad. La fami­lia, la comunidad parroquial, es un espacio para crecer en santidad, es el lugar donde cada uno construye su propio itinerario per­sonal de perfección.

La corrección frater­na es la manifestación coherente de la res­ponsabilidad asumida en relación con aquel que es mi hermano, y cuya santidad me preocupa, más aún, junto al cual yo me santifico. De lo contrario, lo que hay es aislamiento, marginación fraterna, esa sutil violencia de la perfección privada que no deja espacio para el otro en mi corazón, en definitiva, lo que hay es el “homicidio”.

No hay que pensar que este término es exagerado, porque, o me hago res­ponsable de mi hermano o lo exclu­yo de mi vida, exactamente como si lo matara; no hay un término medio. Realmente Caín mató y obró “como si matara” a su hermano Abel, cuan­do a la pregunta del Señor respondió: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9); ahí, en ese preciso momento le asestó el golpe de gracia; esas palabras matan de­finitivamente a un hermano, a una familia y a una comunidad; pronun­ciadas ante Dios que es Padre, pre­tenden suprimir cualquier rastro de paternidad.

Este es el gran peligro de quien no re­conoce su propia responsabilidad en relación con el otro; pero vaya donde vaya, aunque huya, le perseguirá y no lo dejará en paz la pregunta del Padre: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4, 9). De esta manera, ‘comuni­dad cainita’ es la que demuestra des­interés por el prójimo, como si uno no fuera el guardián de los demás y más aún cuando el hermano está a punto de caer o ya ha caído.

Como creyentes en Cristo seguimos comprometidos con la comunión que estamos llamados a realizar desde la caridad, que tiene una misión muy importante en la corrección fraterna y que ayuda a encontrarnos como hermanos, no como simple acto emo­cional, sino como una respuesta de fe en nuestro Señor Jesucristo, que nos invita desde el Evangelio a amarnos los unos a los otros, tal como Él nos ha amado, creando comunión y for­taleciendo los vínculos de unidad desde el perdón y la reconciliación, incluyendo a nuestros enemigos.

Que la Santísima Virgen María y el glorioso Patriarca san José, alcancen del Señor todas las gracias y bendi­ciones necesarias, para vivir la co­munión en la familia y en la Iglesia, desde la corrección fraterna, con la certeza que es la respuesta adecua­da para un mundo que se torna cada vez más dividido y violento. Por eso resuena en el corazón la invitación: encontrémonos como hermanos, sigamos adelante.

Reciban mi bendición.

La Eucaristía nos educa para la misión

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

En este momento de la vida de la Iglesia, el Papa Francisco nos ha hecho un llamado reiterativo a la misión y plantea la evangelización como el cumplimiento del mandato del Señor de ir por todas partes a anunciar el mensaje de la salvación: “vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado” (Mt 28, 19-20), esta es la misión que asumimos en nuestra Diócesis de Cúcuta, cuando todos estamos en salida misionera cumpliendo el desafío siempre nuevo de la misión evangelizadora de la Iglesia en esta porción del pueblo de Dios que se nos ha confiado, para dar a conocer la persona, el mensaje y la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo.

Este mandato es para todos los bautizados y de manera especial, para los ministros que tenemos esta tarea por elección de Dios y llamado y envío de la Iglesia, con el gozo de predicar el Evangelio, tal como lo afirma Papa Francisco: “La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera” (Evangelii Gaudium #21), que se expresa mediante el fervor pastoral que cada discípulo misionero siente en su corazón y que lo realiza haciendo renuncias y sacrificios en la alegría de la gra­cia de Dios que lo mueve, aceptan­do el llamado del Señor a “salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20).

El fervor misionero tiene que bro­tar de la Eucaristía bien celebrada y vivida con intensidad, donde transformamos la vida en Jesu­cristo, para salir a dar testimonio con la vida y con las palabras de lo que celebramos en la Santa Misa. Cuando se termina la celebración de la Eucaristía en el templo, co­mienza otra celebración que com­promete toda la existencia. La asamblea reunida en comunión sale a cumplir el mandato del Se­ñor, por eso los participantes del sacrificio eucarístico se dispersan por los caminos del mundo, en calidad de testigos de la Muerte y Resurrec­ción de Cristo entre los hermanos.

La gran noticia del Evangelio cuando llega a nuestro co­razón, no es posible guardarla, sino que se experimenta la urgencia de comu­nicarla. Tener la gracia de gozar en la Eucaristía de un amor que va hasta el extremo, invita al com­promiso misionero, porque tanto amor no se puede esconder deján­dolo para sí, sino que hay que salir a proclamarlo. Esta es la misión de la Iglesia, salir a comunicar el don recibido en la Eucaristía y ha­cerlo con el poder del Espíritu que la Eucaristía entrega a cada uno cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así lo enseña el Documento de Aparecida cuando afirma: “La Eucaristía, fuente in­agotable de la vocación cristiana es, al mismo tiempo, fuente inextinguible del impulso misionero. Allí, el Espíritu Santo fortalece la identidad del discípulo y des­pierta en él la decidida voluntad de anunciar con audacia a los demás lo que ha escuchado y vi­vido” (DA 251).

Se trata de salir a hacer el anuncio de lo que hemos vivido en la ce­lebración eucarística, dando testi­monio de nuestro Señor Jesucristo y convirtiéndonos en auténticos discípulos misioneros del Señor. No es el anuncio de cualquier re­lato, es la gran noticia del Evan­gelio que nos da la vida eterna. Así lo enseña Aparecida cuando afirma: “La fuerza de este anuncio de vida será fecundo si lo hacemos con el estilo adecuado, con las actitudes del Maestro, te­niendo siempre a la Eucaristía como fuente y cumbre de toda actividad mi­sionera” (DA 363), de tal manera que la Eucaristía educa al creyente para la misión. De ahí se desprende la importancia de la Eu­caristía dominical, pues la familia cristiana vive y se cultiva para la misión en la mesa eucarística, ya que “sin una participación acti­va en la celebración eucarística dominical, no habrá un discípu­lo misionero maduro” (DA 251).

Por el bautismo comenzamos el proceso de vida cristiana para ser discípulos misioneros del Señor, que se va fortaleciendo con los de­más sacramentos, encontrando en “la Eucaristía la fuente y culmen de la vida cristiana” (LG 11), esto quiere decir su más alta ex­presión y el alimento que fortalece la comunión, para comunicarlo a los demás como buena nueva de Jesucristo, que nos convoca como hijos de un mismo Padre y herma­nos entre sí, llamados a participar de la misión evangelizadora de la Iglesia, ya que, “en la Eucaristía, se nutren las nuevas relaciones evangélicas que surgen de ser hijos del Padre y hermanos en Cristo. La Iglesia que la celebra es ‘casa y escuela de comunión’, donde los discípulos comparten la misma fe, esperanza y amor al servicio de la misión evangeliza­dora” (DA 158).

Como creyentes en Cristo, segui­mos comprometidos con la misión, cumpliendo con alegría el manda­to del Señor, de ir por todas partes a anunciar la Palabra, el mensa­je y la persona de Nuestro Señor Jesucristo, siendo cristianos en salida misionera, ya que “en vir­tud del bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo mi­sionero” (EG 120), que recibe la fuerza y el impulso evangelizador de la Eucaristía que celebramos y del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo que recibimos. Que la Santísima Virgen María, Estrella de la Evangelización y el glorioso Patriarca San José, alcan­cen del Señor todas las gracias y bendiciones necesarias, para cola­borar en la misión evangelizadora de la Iglesia, con la certeza que la Eucaristía nos educa para la mi­sión.

Sigamos adelante. Reciban mi bendición.

¡Este es el Sacramento de nuestra fe!

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos profesión de fe en este admirable sacra­mento, que es Jesucristo presente en el altar para alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre y fortale­cernos en el camino de la vida en esta tierra y abrirnos la puerta del Cielo en la eternidad, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54), de tal mane­ra que la Eucaristía tiene que ocu­par un lugar central en nuestra vida cristiana. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II cuando afirmó que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11) y “fuente y cima de toda evangeli­zación” (PO 5), de tal manera que no tenemos que esperar milagros o manifestaciones extraordinarias en nuestra vida de fe, porque en la Eucaristía tenemos al que es todo, a Jesucristo nuestro Señor, tal como nos lo ha enseñado el Concilio: “La Sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (PO 5).

Jesucristo en persona se hace pre­sencia real en la Eucaristía cum­pliendo lo anunciado en el Evan­gelio, “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20), de tal manera que la presencia eucarística es certeza sacramental de que Cris­to, el Salvador, está presente en la vida de cada uno, guía los pasos de cada creyente y acompaña la vida en las luchas, dolores e incertidumbres y también en los momentos de ale­gría y entusiasmo, para que vivamos la propia historia como una historia de salvación, con una fe profunda que culmina en el permanecer con Cristo, como respuesta a la súplica confiada en la oración que los dis­cípulos de Emaús nos han enseña­do para implorar que Jesús habite en nuestro corazón: “Quédate con nosotros Señor” (Lc 24, 29), supli­cando que se quede en nuestro ho­gar, en los ambientes de trabajo y en la sociedad tan golpeada por tantos males y pecados que la dividen y la destruyen.

El camino de nuestra fe fortalecido con el sacramento de la Eucaristía, nos debe llevar a una experiencia profunda de amor, porque la Eucaris­tía es escuela de ca­ridad, de perdón y reconciliación, in­dispensable en los momentos actuales, cuando la humanidad está desgarrada por odios, violencias, re­sentimientos, rencores y venganzas, que están destruyendo y dividiendo la vida de las personas, de las fami­lias y de la sociedad, que se percibe desmoronada y abatida por la falta de Dios en el corazón de cada per­sona que deja entrar toda clase de males.

Frente a tantas incertidumbres y di­ficultades que pretenden desanimar a quienes trabajan por el estableci­miento del bien y de la caridad entre los pueblos, es necesario que brille la esperanza cristiana, que necesa­riamente tendrá que brotar de la Eu­caristía, que cura todas las heridas provocadas por el mal y el pecado que se arraiga en la vida personal y social, que sana la desesperación en la que podemos caer, frente a tanto mal y violencia en el mundo y en nuestra región, donde la vida huma­na es pisoteada y destruida y el ser humano manipulado por todas las formas de mal que quieren arraigar­se en la sociedad.

Frente a este panorama tenemos la certeza que nos da la fe, que la Eucaristía es forma superior de oración que ilumina la historia per­sonal como historia de salvación, donde Dios está siempre presente y al centro de cada combate humano, cristiano y espiritual. La Eucaristía tal como la presenta la liturgia de la Iglesia es oración de alabanza, ado­ración, profesión de fe, invocación, exaltación de las maravillas de Dios, petición y súplica de perdón, ofrenda de la propia existencia, intercesión ferviente por la Iglesia, por la humanidad y las ne­cesidades de todos. Todo está en la Euca­ristía, especialmente en la plegaria eucarística donde se concentra el poder total de la oración.

Esta realidad que vivimos en torno a la Eucaristía se lleva a plenitud en la comunidad de los hijos de Dios, que es la Iglesia, de tal manera que como dice el Concilio “ninguna comuni­dad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía” (LG 11), realidad que ha profundizado san Juan Pablo II cuando nos ha enseñado que “la Iglesia vive de la Eucaristía” añadiendo además que “esta verdad encierra el núcleo del misterio de la Iglesia (Ecclesia de Eucharistia 1), que es misterio de comunión, pues la “Eucaristía crea comunión y educa a la comunión” (Ibid 40), que debe ser interna por la disposición interior a la gracia, y externa, incluyendo el decoro y el respeto por la celebración de la Eucaristía, con las normas litúrgicas propuestas por la Iglesia, para forta­lecer el sacramento de la fe en cada creyente.

Al participar en la Eucaristía que­damos con el compromiso de ir en salida misionera a comunicar a Jesucristo presente en el Santí­simo Sacramento, siendo testigos de la misericordia del Padre para con nosotros y convirtiéndonos en instrumentos del perdón hacia los demás, para vivir perdonados y re­conciliados, con apertura a recibir el don de la paz que el Señor nos trae en cada Eucaristía y de esa ma­nera salir de la Santa Misa con la misión de sembrar amor donde haya odio, perdón donde haya injuria, fe donde haya duda, esperanza donde haya desesperación, luz donde haya oscuridad, alegría donde haya tris­tezas; para vivir en un mundo más unido y en paz, donde todos seamos instrumentos de comunión, para gloria de Dios y salvación nuestra y del mundo entero. Que la Santísima Virgen María y el glorioso Patriarca san José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesa­rias, para reconocerlo en la Santa Eucaristía, que es el ¡Sacramento de nuestra fe!

En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición.

¡Ten misericordia de nosotros y del mundo entero!

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

Hemos caminado este mes de junio como peregrinos que vamos a la casa del Señor, celebrando las solemnida­des del Corpus Christi, de Jesu­cristo Sumo y Eterno Sacerdote y del Sagrado Corazón de Jesús, que nos centran en la persona, el mensaje y la palabra de Nuestro Señor Jesucristo, que se ha hecho hombre para darnos la salvación: “La Palabra se hizo carne y ha­bito entre nosotros” (Jn 1, 14), vino hasta nosotros haciendo la voluntad del Padre celestial para perdonarnos y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos y dejarnos la paz, “La paz les dejo, la paz les doy, una paz que el mundo no les puede dar” (Jn 14, 27).

Los acontecimientos de violencia y destrucción que vivimos en la actualidad a nivel mundial, na­cional y regional, nos tienen que llevar a un momento de reflexión sobre la raíz de tantos males que van destruyendo a la humanidad, concluyendo que todo se debe a que hemos sacado a Dios de la historia personal, familiar y so­cial, tratando de construir la vida con criterios meramente huma­nos, que responden a hacer la propia voluntad y no la voluntad de Dios. Se ha perdido el sentido de Dios y con ello desaparece el sentido del mal y el pecado, de sí mismo, del otro y también de la creación como casa común.

Ante este panorama que está tra­yendo muchas dificultades a la humanidad, se hace necesario volver a Dios, recibir a Nuestro Señor Jesucristo en nuestra vida, porque Él quiere quedarse para habitar en cada corazón y en cada familia y darnos su perdón y mi­sericordia.

Hoy se hace más necesaria la súplica al Señor por nosotros y por todos, y por eso le decimos ¡Ten misericordia de nosotros y del mundo entero!, reconocién­dolo en la Eucaristía, donde nos alimenta con su cuerpo y con su sangre, para darnos vida en abun­dancia y la salvación eterna, pero también lo recibi­mos como Sumo y Eterno Sacerdo­te, participando su sacerdocio en el sacerdocio minis­terial de los minis­tros consagrados y lo vivimos con un corazón gran­de para amar, para llegar hasta Él y descansar en Él en los momentos más difíciles de nuestra vida: “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encon­trarán descanso para su vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28- 30).

No hay nada más agobiante que el pecado en la propia vida, que cau­sa desastres y destruye la propia existencia y deteriora la relación con Dios y con los demás, y por eso hay que descansar en las ma­nos de Dios, recibiendo la gracia del perdón por nuestros pecados y el alivio que brota del Corazón amoroso de Jesús, que es rico en misericordia y que sigue tenien­do compasión de nosotros y del mundo entero, para que ninguno se pierda, porque “Dios no quie­re la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11), ya que Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar (Cfr Jn 12, 47) y ofrecer a todos una vida nueva que brota de su amor y misericordia.

Todos estamos llamados a reco­nocernos pecadores y a pedir per­dón a Dios, que nos reconcilia, nos da la paz y nos ayuda a comenzar una his­toria renovada en Jesucristo, en quien nos transformamos como signo de una auténtica conver­sión y nos abre la puerta para una vida nueva, vida en la presencia y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

Se necesita de la humildad y la mansedumbre del corazón traspasado de Jesucristo, para volver a tomar el rumbo de la humanidad, de Colombia y de nuestra región, marcada por tanta dificultad y confusión por la que pasamos a causa de la pérdida del sentido de Dios.

Todos necesitamos del perdón y la reconciliación que vienen del Corazón amoroso de Jesús para vivir reconciliados y en paz en nuestras familias y en el mun­do entero. Cuánto bien nos hace dejar que Jesús vuelva a habitar en nuestro corazón y nos lance a amarnos los unos a los otros con su mismo corazón. Por esto tene­mos que orar y pedirle al Señor que venga en nuestro auxilio, por eso le decimos con fe y es­peranza, ¡Ten misericordia de nosotros y del mundo entero!, para que sigamos adelante siendo instrumentos de esa misericordia para con los hermanos.

La gracia que nos da la mise­ricordia de Dios con el perdón que gratuitamente nos ofrece Je­sucristo, la recibimos como Pa­labra de Dios que nos libera de la esclavitud del pecado que nos divide y llena el corazón de odio y resentimiento, para darnos ca­pacidad de amar y transmitir a los demás la misericordia con el amor del Corazón de Jesús. Todo viene de Dios, que nos ha recon­ciliado consigo por el Corazón de Cristo.

Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo nos perdona, no tomando en cuen­ta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios y nos invita a confiar en el Señor, repitiendo siempre: ¡Ten misericordia de nosotros y del mundo entero! alimentándonos con la Eucaris­tía y fortaleciéndonos con la ora­ción. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Señor la mise­ricordia y la paz para el mundo entero.

En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición.