“Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Avanzamos en este mes de septiembre con el desarrollo de nuestro Plan de Evangelización que tiene como lema: “Caminemos Juntos, en paz, guiados por la Palabra de Dios” y que hemos comenzado orando por la paz, con el deseo de recibirla en el corazón como don de Dios y transmitirla a nuestros hermanos. El príncipe de la Paz es Jesucristo, que nos la entrega como don de Dios a todos. Conocer a Jesucristo es descubrir donde está la fuente de la paz tan anhelada por toda la humanidad y sabemos que la Sagrada Escritura es la fuente de la Palabra de Dios y quien escucha la voz de Dios en su Palabra, es llamado por el mismo Jesús bienaventurado: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28).

Caminemos Juntos construyendo nuestra vida sobre la roca firme de la Palabra de Dios. Para ello es necesario seguir escuchando al Señor en su Palabra, que se convierte en norma de vida para nuestro caminar juntos escuchando al Espíritu Santo. Vamos a celebrar la semana bíblica, momento que nos invita a ser más conscientes durante todo el año, de la necesidad de escuchar la voz de Dios, que nos ayuda a conocer más a Jesucristo, que ilumina todos los acontecimientos y circunstancias de la vida. Aparecida nos ha hecho la invitación para conocer a Jesucristo a través de su Palabra: “junto con una fuerte experiencia religiosa y una destacada convivencia comunitaria, nuestros fieles necesitan profundizar el conocimiento de la Palabra de Dios y los contenidos de la fe, ya que es la única manera de madurar la experiencia religiosa” (DA 226c).

La misión de la Iglesia es anunciar la Palabra de Dios a tantas personas que no conocen a Jesús, que el Papa Francisco lo recuerda como la tarea prioritaria de la Iglesia, “quiero recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita  de que Jesús es el Señor, y sin que exista un primado de la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de evangelización” (EG 110), que está contenido en la Palabra de Dios que es  la fuente de la predicación y la evangelización, porque contiene el mensaje central que nos llama permanente a la conversión y nos lleva a la salvación eterna.

El proceso de conversión a la luz de la Palabra de Dios nos prepara para la celebración de la Eucaristía y para el ejercicio de la Caridad, que requieren la transformación de la vida en Cristo, como culmen de una decisión de conversión que se va fortaleciendo cada día con la escucha de la Palabra y la frecuencia de los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana (Cfr LG 11), en donde se sirven el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía, tal como lo enseña el concilio vaticano II: “La Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia” (DV 21).

Un cristiano que profundice en la Sagrada Escritura y se alimente de ella en la oración diaria, edifica su conversión sobre roca firme y tendrá contenido para comunicar a los hermanos, mediante una vida coherente con el Evangelio que resuena como anuncio del Reino de Dios en el corazón de muchos creyentes. Eso constituye una siembra del Reino de Dios que puede hacer todo creyente mediante la acción misionera, interpelando a otros con la Palabra de Dios a que sientan en sus corazones el deseo de comunicarla, primero en el ambiente del hogar y luego en los lugares en los que Dios nos pone para dar testimonio de Él, en un compromiso misionero fiel al mandato del Señor de ir por todas partes a anunciar el mensaje de salvación, haciendo discípulos del Señor fieles a la gracia de Dios (Cfr Mt 28, 19).

Con esta certeza todos los cristianos entendemos que la misión de la Iglesia de transmitir la Palabra de Dios, no puede ser algo opcional, ni un agregado a nuestra vida de Fe, Esperanza y Caridad, sino que es el núcleo de nuestro ser cristianos que estamos llamados a comunicar con prioridad, a tiempo y a destiempo, pues se trata de participar en la vida y misión de la Iglesia, escuchando la voz del Espíritu Santo que nos ilumina la manera como debemos comunicar hoy a Nuestro Señor Jesucristo.

Los convoco a poner la vida personal y familiar bajo la guía de la Palabra de Dios que escruta nuestros corazones y nos permite renovarnos interiormente, hasta el punto de convertir nuestra vida en Cristo, para llegar a decir con San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), dando testimonio de su proceso de conversión, afirmando “Para mí la vida es Cristo” (Fil 1, 21). Que esta semana bíblica que vamos a vivir juntos, sea un momento especial de gracia para interiorizar la Palabra de Dios, conocer y amar más a Jesucristo y comunicarlo a nuestros hermanos, para que “Caminemos Juntos, en paz, guiados por la Palabra de Dios. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Nuestro Señor Jesucristo  el fervor misionero para cumplir con la misión de la Iglesia de anunciar la Palabra de Dios por todas partes.

En unión de oraciones. Reciban mi bendición.  

Bienaventurados los que trabajan por la paz

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

El desarrollo del Plan Evangelizador de nuestra Diócesis de Cúcuta para este mes de septiembre tiene como lema: “Caminemos Juntos, en paz, guiados por la Palabra de Dios”, con el momento significativo de vivir la semana por la paz y la semana bíblica, que tiene como propósito que cada uno de nosotros siga afianzando el fervor y celo pastoral en un trabajo comprometido por la paz, como don precioso de Dios para toda la humanidad, con el corazón dispuesto a recibir esta gracia, que nos compromete a trabajar intensamente por tener en la vida a Nuestro Señor Jesucristo que nos conduce a la verdadera paz.

Cuando aceptamos a Jesucristo en la vida personal y familiar, brota del interior el deseo de trabajar y construir la paz y como consecuencia seremos llamados por el mismo Señor, bienaventurados, así lo expresa Jesús en el sermón de la montaña: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará sus hijos” (Mt 5, 9). Esta es la tarea de todo cristiano, ayudar a que todos vivamos en paz, construida desde el perdón y la reconciliación que nos pide amar a los enemigos y orar por los que nos persiguen y calumnian, aprendiendo a resolver los conflictos  y problemas diarios desde el Evangelio, que es opuesto a toda violencia y división tal como lo enseña Jesús: “Han oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 43-45).

Llegar a trabajar por la paz presupone que reinen en nuestro corazón las demás bienaventuranzas. Cuando tengamos la confianza puesta solo en Dios desde la pobreza evangélica, cuando tengamos el alma limpia de todo pecado, comenzamos a tener paz en nosotros mismos y también la podemos ofrecer a los demás, paz que no depende de nuestros méritos, sino de la gracia de Dios. No es la paz como la que busca el mundo, que en muchos casos es más un negocio que pide beneficios para quienes la proporcionan, sino que es un maravilloso regalo que Jesucristo ha ganado con su Sangre y que nos quiere dejar para vivir en unidad y comunión. “La Paz les dejo, mi paz les doy. Una Paz que el mundo no les puede dar” (Jn 14, 27), que implica trabajar intensamente por tener en la vida a Nuestro Señor Jesucristo príncipe de la paz.

Jesucristo ha puesto su morada entre nosotros para devolvernos la paz perdida por el pecado y conducirnos a la paz verdadera, llamando a todos los que están dispersos y divididos para lleguen a la comunión como don de Dios. Su misión la ha cumplido desde la cruz, clavado en el madero nos devolvió la paz con Dios, cuando nos otorgó el perdón misericordioso, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), que implica dejarnos limpios de todo pecado y libres de toda división que nos separa de  Dios y liberados de odios, resentimientos, rencores y venganzas que destruyen nuestras relaciones familiares y comunitarias y hacen que la paz comience a debilitarse y morir.

Ser llamados por el Señor bienaventurados por trabajar por la paz, significa tener paz en el corazón y luego transmitirla a los otros procurando ambientes de paz entre los hermanos, sobre todo quienes están en división y conflicto o están alejados de Dios. Un bautizado que tiene las cosas ordenadas en su corazón, que está limpio en su corazón, es capaz de dejar entrar a su vida  las virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad, que ponen al creyente en perfecta comunión con Dios, cosechando en su corazón como fruto maduro las demás virtudes que rigen la vida del creyente y lo ponen en actitud de acogida del hermano, incluso del enemigo y del que causa ofensas permanentemente. Con un corazón limpio, que está en gracia de Dios es posible trabajar por la paz, porque la limpieza de corazón permite ver a Dios en el hermano, aún en aquel que es más conflictivo y en el que está más dividido. La limpieza de corazón permite el acercamiento al otro como el buen samaritano que limpia las heridas de odio, resentimiento, rencor y venganza que hay en el corazón del prójimo para llevarlo hasta Dios a que cuide de Él y sane sus heridas.

En este mes de septiembre celebramos la semana por la paz, con el primer compromiso de orar por la paz tan anhelada por todos y luego a trabajar para que vivamos en familias perdonadas, reconciliadas y en paz. Todos queremos la paz y hacemos grandes esfuerzos por conseguirla. En este trabajo intenso y desde el corazón, tenemos la certeza de un premio: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará sus hijos” (Mt 5, 9), sabiendo que el Padre de todos es solamente Dios, y no se puede entrar a formar parte de su familia, si no vivimos en paz entre todos por medio de la caridad fraterna, trabajando por crear armonía y unidad en nuestro entorno.

Nuestro Señor Jesucristo necesita que lo dejemos obrar en nuestro corazón y que lo dejemos entrar en nuestra vida: “mira que estoy a la puerta y llamo. Cuando alguien me oye y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo” (Ap 3, 20). De nuestra parte tengamos la disposición de decirle: “Quédate con nosotros Señor” (Lc 24, 29) esta es la clave para vivir perdonados, reconciliados y en paz en nuestras familias y en la sociedad, para que hoy y siempre “Caminemos Juntos, en paz, guiados por la Palabra de Dios.

En unión de oraciones. Reciban mi bendición.

La acción catequética para crecer en la Fe

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Al conmemorar a San Pío X el 21 de agosto, la Iglesia celebra el día del catequista, que nos permite orar, agradecer y felicitar a tantos consagrados en el sacerdocio, la vida religiosa y los agentes de pastoral, quienes por años se han dedicado a esta noble misión de cumplir con el mandato misionero recibido en el bautismo, para anunciar a Jesucristo, fortaleciendo la Fe, la Esperanza y la Caridad de muchos niños, jóvenes y adultos, que les son confiados para que les anuncien el Evangelio y que a su vez ellos también  se conviertan en misioneros del Señor.

En todas las comunidades parroquiales existen muchos agentes de pastoral, que desde siempre se han dedicado a la Catequesis. En la actualidad el Papa Francisco en su “Motu Proprio” Atiquum Ministerium, instituye el ministerio del Catequista, dándole una dignidad especial a esta misión. El Papa Francisco afirma: “El Catequista está llamado en primer lugar a manifestar su competencia en el servicio pastoral de la transmisión del fe, que se desarrolla en diversas etapas: desde el primer anuncio que introduce al Kerygma, pasando por la enseñanza que hace tomar conciencia de la nueva vida en Cristo y prepara en particular a los sacramentos de iniciación cristiana, hasta la formación permanente que permite a cada bautizado estar siempre dispuesto a dar respuesta a todo el que les pida dar razón de su esperanza” (AM 6).

Con esta enseñanza del  Papa queda claro que la catequesis no es un curso académico para un momento de la vida del creyente y mucho menos un requisito para recibir un sacramento. La acción catequética responde al Proceso Evangelizador de la Iglesia, que tiene su fase inicial en la acción misionera y que culmina con la acción pastoral, con cristianos comprometidos a seguir transmitiendo lo que han visto y oído acerca el Señor.   

El directorio General para la Catequesis del año 1997 deja claro como las tres etapas del Proceso Evangelizador están en total unidad y responden al fervor que deja en el corazón en anuncio de Jesucristo. De tal manera que este proceso “está estructurado en etapas o momentos esenciales: La acción misionera para los no creyentes y para los que viven en la indiferencia religiosa; la acción catequética para los que optan por el Evangelio y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación; y la acción pastoral para los fieles cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad cristiana. Estos momentos no son etapas cerradas, ya que tratan de dar el alimento evangélico más adecuado al crecimiento espiritual de cada persona o de la misma comunidad” (DGC 49, Cfr DGC, 2020, 31 – 35).

Recibiendo esta enseñanza se hace énfasis en la acción catequética que es el tema que nos ocupa y que responde a la segunda etapa del Proceso Evangelizador de la Iglesia, que está prevista en la evangelización para “los que optan por el Evangelio  y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación” (DGC 49), esto quiere decir un proceso de formación continuo que está al servicio de la profesión de Fe. Quien encuentra a Jesucristo siente en su corazón un deseo intenso por conocerlo más íntimamente manifestando su cercanía y celo por el Evangelio, haciéndose su discípulo (Cfr DC, 2020, 34).

De tal manera que para quienes hacen la opción por Jesucristo y el Evangelio, se hace necesario profundizar sobre su persona y enseñanza, para formar un camino espiritual que provoque un cambio progresivo en la vida interior y en las costumbres (Cf AG 13) y que ayude a la configuración del creyente como un verdadero discípulo del Señor. Así lo expresa el Directorio para la Catequesis del 2020: “La acción catequística – iniciatoria está al servicio de la profesión de fe. Aquellos que ya han encontrado a Jesucristo sienten un creciente deseo de conocerlo más íntimamente, manifestando así una primera elección por el Evangelio” (DC 34).

En este sentido la Catequesis es una escuela de formación en la fe, que ayuda al creyente a transformar la vida en Cristo, en un proceso de auténtica conversión cristiana. Tenemos que volver a la “catequesis orientada a formar personas que conozcan cada vez más a Jesucristo y su Evangelio de salvación liberadora, que vivan un encuentro profundo con Él y que elijan su estilo de vida y sus mismos sentimientos, comprometiéndose a llevar a cabo, en las situaciones históricas en las que viven, la misión de Cristo, es decir el anuncio del Reino de Dios” (DC, 2020, 75).

Como bautizados seguimos comprometidos en la Diócesis de Cúcuta con la iniciación cristiana de muchos bautizados para fortalecerlos en la Fe, Esperanza y Caridad y hacerlos discípulos del Señor y misioneros en la Iglesia, para gloria de Dios y salvación nuestra y de nuestros hermanos. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesarias, para vivir la misión evangelizadora en nuestra Iglesia particular en salida misionera, dejando resonar en el corazón la invitación caminemos juntos como Iglesia Diocesana.

En unión de oraciones. Reciban mi bendición.

Este es mi Hijo amado; escúchenlo (Mc 9, 7)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Celebramos en este día la Transfiguración del Señor, acontecimiento donde Jesús se manifiesta en su gloria, mostrándoles por unos instantes a Pedro, Santiago y Juan como es la vida eterna en la presencia de Dios, invitándonos a todos a seguir transformando nuestra vida en Cristo, como paso superior al proceso de conversión permanente que nos esforzamos por vivir cada día. También comenzamos en nuestra Diócesis de Cúcuta la fiesta diocesana, momento propicio para dar gracias a Dios por nuestra historia evangelizadora en esta Iglesia Particular, que se convierte en historia de Salvación para todos los que peregrinamos en esta porción del Pueblo de Dios. Este acontecimiento eclesial nos permite agradecer a los Obispos, Sacerdotes, Religiosos, Religiosas, Diáconos, Seminaristas, agentes de pastoral y tantos fieles colaboradores en esta misión de transmitir el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, quienes han entregado toda su vida por causa del Reino de Dios en esta región de frontera.

La historia de salvación vivida en nuestra Diócesis de Cúcuta ha sido una respuesta constante al llamado de Dios Padre por escuchar al Hijo enviado para la salvación de toda la humanidad. “Este es mi Hijo amado; escúchenlo” (Mc 9, 7) fue la voz que se escuchó desde la nube que los cubrió a todos en el episodio de la Transfiguración de Jesús delante de los apóstoles, que se convierte en llamado permanente a conocer, amar y seguir a Nuestro Señor Jesucristo y comunicarlo a otros cumpliendo con el mandato misionero que nos ha dejado como misión universal: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19 – 20).

En esta historia diocesana hemos caminado juntos respondiendo a este mandato del Señor, que en este hoy de la historia lo queremos cumplir como Diócesis en salida misionera, siendo fieles al llamado del Papa Francisco que nos invita a salir a las periferias físicas y existenciales para anunciar el mensaje de la salvación y esto consiste “en salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20).

El lema que nos convoca para celebrar esta fiesta de la Diócesis es “Caminemos juntos, como Iglesia Diocesana” que nos invita a vivir en comunión, caminando juntos en el Proceso Evangelizador de la Iglesia en esta porción que Dios nos ha confiado para Evangelizar, que tiene que tener como punto de partida transfigurarnos, es decir transformarnos en Cristo mediante un proceso serio de conversión personal, pastoral y de las estructuras, de acuerdo con lo que nos enseñan los documentos de la Iglesia, conscientes que lo que se nos pide a todos es disponernos a la conversión como adhesión personal a Jesucristo nuestra Esperanza y la voluntad de caminar juntos en su seguimiento, siendo este momento inicial, la raíz y el cimiento sin los cuales todos los demás esfuerzos resultan artificiales. Esto significa un cambio profundo de actitud, que conlleva a una transformación de nuestra vida en Cristo (Cfr. DA 278b, 366), transfigurada en Él.

Caminar juntos con el propósito de la conversión personal, nos proporciona la gracia para vivir la audacia de hacer más evangélica, discipular y participativa, la manera como pensamos y realizamos la pastoral (Cfr. DA 368), en este sentido “la conversión pastoral exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera. Así será posible que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial con nuevo ardor misionero, haciendo que la Iglesia se manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera” (DA 370).

Todo este proceso tiene su culmen y realización en la conversión de las estructuras, que solo puede entenderse en tanto que ellas se vuelvan más misioneras y que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes de pastoral en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a estar con Él y vivir en su presencia (Cfr. EG 27).

Como creyentes en Cristo “Caminemos juntos, como Iglesia Diocesana, en comunión eclesial,  que estamos llamados a realizar desde la Fe, la Esperanza y la Caridad, que ayuda a encontrarnos como hermanos, no como simple acto emocional, sino como una respuesta fiel Nuestro Señor Jesucristo, que nos invita desde el Evangelio a amarnos los unos a los otros, tal como Jesús nos ha amado, creando comunión y fortaleciendo los vínculos de unidad desde el perdón y la reconciliación, en este proyecto diocesano de ser Diócesis en salida misionera, para ir por todas partes a anunciar el Evangelio de Jesucristo.

Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesarias, para vivir la conversión como transformación de la vida en Cristo,  en la familia y en la Iglesia, desde el caminar juntos, con la certeza que es la respuesta adecuada para un mundo que se torna cada vez más dividido y violento. Por eso resuena en el corazón la invitación “Caminemos juntos, como Iglesia Diocesana”.

En unión de oraciones. Reciban mi bendición.

La primacía de la Gracia en el camino de Santidad

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta

En el pasado editorial presentaba a María como Madre en el orden de la Gracia, título que le dio el Concilio Vaticano II al reflexionar sobre la maternidad espiritual de la Santísima Virgen María. Ella siempre en estado de Gracia pudo mantener el corazón limpio para Dios, siempre fue un santuario reservado solo a Dios, entregando su vida a la misión encomendada, colaborando de esa manera con la salvación de toda la humanidad. Este mes de Julio en el desarrollo de nuestro Plan de Evangelización estamos invitados a que caminemos juntos, con nuestros niños, jóvenes y mayores en el contexto de la semana que tenemos para animar a nuestros fieles de las distintas edades, que tendrá que ser una renovada invitación a la santidad dándole primacía al estado de gracia en el que debemos vivir todos.

San Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte al concluir el jubileo del año 2000 nos proponía a todos un programa de vida con unas prioridades para caminar desde Cristo, como son: La Santidad, la oración, la Eucaristía dominical, el Sacramento de la Reconciliación, la Primacía de la Gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio de la Palabra (Cfr NMI 29), como medios de vida cristiana que nos llevan a la santidad, indicando al respecto: “No se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra en definitiva en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” (NMI 29).

Todas las prioridades propuestas por San Juan Pablo II son muy importantes y esenciales para llegar a la Salvación, pero aquí vamos a detenernos en la primacía de la gracia, como el estado habitual en el que el Cristiano se debe mantener siempre. Hemos recibido la gracia de Dios en el bautismo que nos ha hecho sus hijos y nos ha dejado el corazón limpio. Por debilidad humana somos pecadores, pero de un cristiano se espera que no permanezca en estado de pecado por mucho tiempo, sino que de inmediato frente al pecado pueda buscar el sacramento de la Reconciliación para recuperar la gracia y volver al estado inicial de recién bautizado, para llevar a plenitud su vocación que es  vivir en gracia de Dios.

Cuando damos primacía a la gracia de Dios, comenzando por el estado de gracia en el que estamos llamados a permanecer y perseverar, toda la vida del Cristiano fluye como don de Dios, porque Jesucristo es el centro de la vida y por Él, que derrama permanente su gracia sobre nosotros todo fluye con mayor eficacia. San Juan Pablo II así lo expresa: “En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la Gracia” (NMI 38).

Cuando toda nuestra vida está proyectada desde la primacía de la gracia, reconocemos que todo depende de Dios, y de nuestra parte, a ejemplo de María nos disponemos a decir: “Hágase tu Voluntad, así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10), diciendo con esto que queremos hacer y amar la voluntad de Dios, porque de Él depende todo y nosotros somos instrumentos para que la gracia de Dios dé frutos abundantes en nuestra vida y en el entorno social donde nos movemos.

En la vida de la gracia y en la colaboración con Dios para llevar la gracia a otros, tenemos que evitar la tentación del protagonismo personal, atribuyendo a nuestra pequeñez, lo que le corresponde a Dios. San Juan Pablo II ya nos previene de esta tentación cuando nos enseña: “Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma; pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo, no podemos hacer nada (Cfr Jn 15, 5)” (NMI 38).

El camino de vida espiritual y de santidad que todos estamos llamados a vivir cada día, parte del hecho de darle primacía a la gracia de Dios y es la oración y el estado de gracia en el corazón lo que nos hace vivir esta verdad. Vuelve San Juan Pablo II a ilustrarnos al respecto: “La oración nos hace vivir reconociendo la primacía de la gracia, que nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio los proyectos pastorales caen en el fracaso” (NMI 38).

Los invito a todos a que nos esforcemos por vivir en estado de Gracia todos los días de nuestra vida, sólo así podemos cumplir con nuestra misión, dándole primacía a Jesucristo que es el centro de todo. Sostengamos la gracia de Dios en el corazón con la oración contemplativa de rodillas frente al Señor, con la Eucaristía diaria, con la escucha y el anuncio de la Palabra de Dios y en los momentos de debilidad, acudamos al sacramento de la reconciliación, que nos permita reconocer el primado de la gracia, como camino seguro de santidad. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José alcancen del Señor todas las bendiciones y gracias, que nos fortalezcan en el compromiso de vivir siempre en estado de Gracia, para que caminemos juntos, con nuestros niños y mayores, con fervor pastoral por el Reino de Dios.

En unión de oraciones. Reciban mi bendición.

La Virgen María: Madre en el orden de la gracia

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

El mes de julio nos llena de gozo con la celebración de dos advocaciones de la Vir­gen muy queridas por todos noso­tros: Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá y Nuestra Señora del Carmen. La devoción a la Vir­gen María en todas sus advocacio­nes, es un fuerte llamado a vivir en gracia de Dios, que es el estado en el que se mantuvo siempre Ma­ría, porque es la llena de gracia, como nos la presenta el Evange­lio. Una vida interior en gracia de Dios que la hizo proclamar ante el anuncio del arcángel Gabriel: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra” (Lc 1, 38), reconociéndose como sierva de Dios que responde auxi­liada por la gracia que deja actuar en su vida.

La Santísima Virgen María nos quiere cristianos semejantes a Ella en la vida de la gracia, que consiste en la limpieza de cora­zón y la rectitud de vida para obrar de acuerdo con la volun­tad de Dios. El corazón de Ma­ría siempre fue limpio, siempre se mantuvo en estado de gracia, fue permanentemente un santua­rio reservado solo a Dios, donde ninguna criatura humana le robó el corazón, reinando solo el amor y el fervor por la gloria de Dios y colaborando con la entrega de su vida a la salvación de toda la humanidad, en total unión con su Hijo Jesucristo. Así lo enseña el Concilio Vaticano II: “Concibien­do a Cristo, engendrándolo, ali­mentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida cari­dad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia” (Lumen Gen­tium #61).

Mantenerse en estado de gracia es el camino seguro para cumplir cada día con la voluntad de Dios a ejemplo de María, tal como lo oramos varias veces al día en el Padre­nuestro: “Hágase tu voluntad así en la tie­rra como en el cielo” (Mt 6, 10), en actitud de oración contempla­tiva, en una vida por entero dedicada a la búsqueda de Dios.

En este mundo con tanto ruido y confu­sión exterior, donde se ha perdido el hori­zonte y la meta de la vida, se necesita el corazón de los creyentes fortalecido por el estado de gracia, que hace posible el con­tacto continuo con Dios, en acti­tud contemplativa, descubriendo en cada momento la voluntad de Dios, con una vida en total entre­ga a la misión, como María nos lo enseña permanentemente. Es esta la gracia que debemos pedir a la Virgen, cada vez que nos dirigi­mos a Ella y en los momentos en los que celebramos una de sus ad­vocaciones, renovar nuestro deseo de tenerla siempre como Madre en el orden de la gracia.

Cuando el discípulo de Cristo de­sarrolla su vida interior, a ejemplo de María, es capaz de discernir to­dos los momentos de la vida, aún los momentos de Cruz, a la luz del Evangelio. María precisamen­te enseña al creyente a mantener la fe firme al pie de la Cruz, Ella estaba allí con dolor, pero con es­peranza; en ese lugar Ella estaba en total comunión de mente y de corazón con su Hijo Jesucristo, así lo enseña el Catecismo de la Igle­sia Católica cuando dice:

“La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la Fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió in­tensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Fi­nalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26-27)” (LG #58) (CCE 964).

De un corazón que aprende a es­tar en gracia de Dios, brota la ca­pacidad para vivir los momentos difíciles y tormentosos de la vida, como una oportunidad para forta­lecer la fe, mantener viva la espe­ranza y acrecentar la caridad cris­tiana. María al pie de la Cruz, da a la Iglesia y a cada uno la esperan­za para iluminar cada momento de la existencia humana, aún los más dolorosos. María, Madre en el orden de la gracia está acom­pañando el caminar de todos. También en la Cruz y la dificultad, descubramos qué nos está pidien­do Dios y hagamos lo que Él nos vaya diciendo en el silencio del corazón.

Jesús hoy nos dice que confiando en su gracia escuchemos su Pala­bra, recibamos los sacramentos, oremos y pongamos de nuestra parte toda la fe, toda la esperan­za y toda la caridad, y Él se en­cargará del resto, darnos su gracia y su paz, en todos los momentos de la vida, los más fáciles y tam­bién en las tormentas que llegan a la existencia humana y todos en comunión hacernos servidores los unos de los otros. Solo poniendo al servicio de Dios y de los demás lo que somos y tenemos, todo irá mejorando a nuestro alrededor, en la familia, en el trabajo, en la comunidad parroquial y en el am­biente social.

Los convoco a poner la vida per­sonal y familiar, bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María: Madre en el orden de la gracia, que nos dé la fortaleza para vivir en estado de gracia todos los días de nuestra vida y que en gracia de Dios caminemos jun­tos, con nuestros niños, jóvenes y mayores. Que el glorioso Pa­triarca san José, unido a la Madre de todas las gracias, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo muchas gracias y bendiciones para cada uno de ustedes y sus familias. 

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

Hemos caminado juntos este mes de junio celebrando la solemnidad del Sagrado Co­razón de Jesús, que nos centra en la Persona, el mensaje y la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo, que se ha hecho hombre para darnos la salvación. La imagen del Sagrado Corazón de Jesús nos recuerda el núcleo central de nuestra fe, todo lo que Dios nos ama con su Corazón y todo lo que nosotros debemos hacer para amarle. Jesús nos ha demostra­do su amor entregándose en la Cruz por nosotros, quedándose en la Eu­caristía y enseñándonos que Él es el camino para la salvación eterna: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie puede llegar al Padre, sino por Mí” (Jn 14, 6).

Muchas personas en el mundo vi­ven llenas de odio, resentimiento, rencor, venganza… que causan vio­lencia y muerte; y todos estos ma­les se producen en el corazón hu­mano que está dividido y enfermo. Ya desde el Antiguo Testamento el profeta Jeremías experimentó esta realidad cuando afirmó: “Nada más falso y enfermo que el cora­zón del hombre” (Jer 17, 9) y Jesús en el Evangelio nos lo afirma cuan­do dice: “Sin embargo, lo que sale de la boca viene del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Por­que del corazón vienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las injurias. Eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15, 18-20), quedan­do claro que al revisar nuestra vida podemos encontrar nuestro corazón lleno de odio y resentimiento que causan maldad, división y violencia en cada familia y en la sociedad.

Frente a esta realidad que está en el interior de cada uno de nosotros, Jesucristo es nuestra esperanza, Él viene a ofrecernos su perdón y su misericordia, que bro­tan de su corazón que está lleno de amor para con cada uno de noso­tros. Él viene a sanar las dolencias internas y darnos paz y sosiego en medio de tanta división. Él quiere quedarse para habitar en cada corazón y en cada familia y dar­nos su perdón miseri­cordioso.

Hoy se hace más ne­cesaria la súplica al Señor: ¡Sagrado Co­razón de Jesús, en Vos confío!, reconociéndolo en el sacramento de la reconciliación cuando somos perdonados, en la Eucaristía donde somos alimentados con su Cuerpo y con su Sangre, para darnos vida en abundancia y la salvación eterna, y lo vivimos con un corazón grande para amar, para llegar hasta Él y descansar en Él en los momentos más difíciles de nuestra vida: “Ven­gan a Mí, los que están cansados y agobiados, y Yo los aliviaré. Car­guen con mi yugo y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).

No hay nada más agobiante que el pecado en la propia vida, que causa desastres, destruye la propia existencia y deteriora la relación con Dios y con los demás; por eso hay que descansar en las manos de Dios, recibiendo la gracia del per­dón por nuestros pecados y el alivio que brota del Corazón amoroso de Jesús, que es rico en misericordia y que sigue teniendo compasión de nosotros y del mundo entero, para que ninguno se pierda, por­que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11), ya que Él no vino al mun­do para juzgar y con­denar, sino para salvar (cfr. Jn 12, 47) y ofrecer a todos una vida nueva que brota de su amor y misericordia.

Todos necesitamos la humildad y mansedum­bre del Corazón traspa­sado de Jesucristo, para volver a tomar el rum­bo personal y familiar, marcado por tanta difi­cultad y confusión por la que pasamos a causa de la pérdida del sentido de Dios. Todos necesita­mos del perdón y la reconciliación que vienen del corazón amoroso de Jesús para vivir reconciliados y en paz en nuestras familias y en la so­ciedad. Cuánto bien nos hace dejar que Jesús vuelva a habitar en nues­tro corazón y nos lance a amarnos los unos a los otros con su corazón lleno de amor. Por esto tenemos que orar y pedirle al Señor que venga en nuestro auxilio, por eso le decimos con fe y esperanza, ¡Sagrado Co­razón de Jesús, en Vos confío!, para que caminemos juntos siendo instrumentos de esa misericordia para con los hermanos.

La gracia que nos da la misericordia de Dios con el perdón que gratuita­mente nos ofrece Jesucristo, la re­cibimos como Palabra de Dios que nos libera de la esclavitud del peca­do que nos divide y llena el corazón de odio y resentimiento, para dar­nos capacidad de amar y transmitir a los demás la misericordia con el amor del Corazón de Jesús.

Todo viene de Dios, que nos ha re­conciliado consigo por el corazón de Cristo. Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo nos perdona, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios y nos invita a confiar en el Señor, repitiendo siempre: ¡Sa­grado Corazón de Jesús, en Vos confío! alimentándonos con la Eucaristía y fortaleciéndonos con la oración, para que recibamos del Señor las palabras: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Que la Santísima Virgen María y el glorio­so Patriarca san José, alcancen del Señor la misericordia y el perdón.

Caminemos juntos, confiando en el Corazón de Jesús. 

En unión de oraciones, reciban mi bendición.

La Virgen María en salida misionera

Celebramos próximamente la fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su prima santa Isabel. Según nos narra el Evangelio, Ella se dispuso a caminar para ese encuentro que resultó ser una acción misionera que anuncia la llegada del Salva­dor al mundo: “por aquellos días, María se puso en camino y fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espí­ritu Santo, exclamó a grandes voces: Bendita tú entre las mu­jeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 39-42).

En nuestra Diócesis de Cúcuta es­tamos caminando juntos en salida misionera, realidad que tenemos que contemplar y orar cada día para que se suscite el fervor pas­toral y el celo misionero para el trabajo evangelizador en el que to­dos estamos comprometidos. Este esfuerzo que hacemos todos se fortalece con la presencia de Ma­ría en la vida de cada uno de los bautizados. Al venerarla visitando a su prima Isabel, se ve fortalecida la salida misionera como ruta que hemos trazado para nuestro traba­jo pastoral en este momento que vivimos caminando juntos.

María se puso en camino, es la actitud del misionero que lleva la Gran Noticia y quiere transmitirla a otros. Todos hemos recibido la gracia de Dios en el bautismo, que nos ha hecho discípulos misione­ros del Señor. Discípulo es el que aprende, quien con corazón dis­puesto recibe la Palabra de Dios y la pone por obra. Misionero es el que enseña, es decir aquel que teniendo a Jesucristo en el cora­zón no puede quedarse con Él, sino que siente un ímpetu interior, un llamado de Dios a comunicar­lo por todas partes, así lo expresa el Papa Francisco cuando afirma: “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Es­píritu que impulsa a evangelizar” (‘Evan­gelii Gaudium’ #119).

“María se puso en camino y fue de pri­sa a la montaña” (Lc 1, 39), ese ponerse en camino, es la salida misionera de María para comunicar el don de la Salvación a la humanidad, que en la persona de Isabel reconoce con las palabras “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42), brotando del corazón y de los labios de María un cántico de alabanza, donde expresa su pequeñez frente a la grandeza de Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi Espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1, 47-48), cántico que significa la apertura a la gracia como don de Dios y transmisión de esa alegría como compromiso misionero.

María en salida misionera nos anima a todos nosotros evangeli­zadores de la Diócesis de Cúcuta, sacerdotes y fieles, a ponernos en camino, en salida misionera, es el compromiso de todos los bau­tizados que frecuentemente nos ha recordado el Papa Francisco en su magisterio: “En virtud del Bautismo recibido, cada miem­bro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misio­nero (cf. Mt 28, 19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador” (EG #120), que tiene la misión de transmitir a Jesucristo después de tenerlo en su corazón.

El Proceso Evangelizador en la Diócesis de Cúcuta con su énfasis particular, en este momento en la acción misionera, ayuda a todos a recibir el anuncio como una se­milla que se siembra y que con la fuerza de la oración podrá dar frutos de santidad en muchas per­sonas que reciben por primera vez el Evangelio. Esta tarea misionera se hace en la vida cotidiana, po­niéndose en camino como María para una visita informal, para un encuentro no programado.

El Papa Francisco nos refuerza el entusiasmo por la acción misio­nera cuando enseña: “Hoy que la Iglesia quiere vivir una profun­da renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como ta­rea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconoci­dos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser dis­cípulo misionero es tener la dis­posición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un ca­mino” (EG #127). Eso es lo que se produce en María cuando va de visita, cuando se pone en camino y llega a la casa de Zacarías.

Nos ponemos en oración como María con los discípulos, para que podamos recibir del Espíritu San­to la fuerza y el fervor misionero para ponernos en camino. Sabe­mos que “con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípu­los para invocarlo, y así hizo po­sible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia Evan­gelizadora y sin Ella no termi­namos de comprender el espíri­tu de la nueva evangelización” (EG 284). Nos ponemos bajo su protección y amparo y la custodia del Glorioso Patriarca San José, para que alcancemos del Nuestro Señor Jesucristo, la gracia del fer­vor misionero que nos ponga en salida para anunciar su Evangelio.

En unión de oraciones, caminemos juntos, en salida misionera. Reciban mi bendición.

Hágase en mí según tu Palabra (Lc 1, 38)

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta 

Avanzamos en este mes de mayo venerando de manera especial a la Santísima Virgen María, y en nuestra Diócesis lo hacemos con el lema del mes: “Caminemos juntos, rezando el Rosario”, que se enmar­ca con el momento significativo de Nuestra Señora de Fátima, con insis­tencias pastorales puntuales para el sector educativo y comercial, que nos ayuden a fortalecer la acción misione­ra en estos sectores de la sociedad y de la Diócesis, que reciben con gozo el Evangelio de Nuestro Señor Jesu­cristo por medio de la Bienaventurada Virgen María.

Recordamos a María como modelo del creyente, reconocida esta virtud en la visita que le hace a su prima Isabel, tal como lo narra el Evangelio de Lucas: “¡Dichosa tú que has creído¡ Porque lo que te ha dicho el Señor se cumpli­rá” (Lc 1, 45), palabras que reconocen la fe de María, en el acto de entrega a la voluntad de Dios que pronunció desde el mismo momento en que el arcángel Gabriel le anuncia que iba a ser la madre del Salvador, respondien­do ella con palabras que expresan la fe y entrega fiel al querer de Dios: “Há­gase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38), afirmando con ello el Evangelio la actitud de fe de María y que Isabel reconoce y lo exclama con entusiasmo en la frase: “¡Dichosa tú que has creí­do!” (Lc 1, 45), alabándola porque Ella ha creído que lo que ha prometido el Señor se cumplirá. Nada es imposible para Dios y esto se hace realidad porque su corazón es un terreno abonado para que la Palabra de Dios germine y pueda dar fruto de buena calidad.

La fe de María la dispone a hacer la voluntad de Dios y engendra la virtud de la esperanza, para estar de pie junto a la Cruz del Señor, virtudes, que a la vez dan el fruto maduro de la caridad y por eso en un momento impor­tante de la vida se pone en camino hacia donde su prima Isabel para ejer­citar con ella la caridad, la entrega y el servicio desinteresado. De esto da testimonio el Evangelio cuando afirma: “María se puso en camino y fue de prisa a la montaña” (Lc 1, 39), ese ponerse en camino, es la salida misionera de María para co­municar el don de la salvación a la hu­manidad, que en la persona de Isabel reconoce con las palabras: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fru­to de tu vientre” (Lc 1, 42).

Como creyentes en Jesucristo recono­cemos que el amor oblativo, de cari­dad sin límites de la Virgen, nace de la comunión que tenía con el corazón de Dios, que la llevó a aceptar ser la Madre del Redentor para entregarle la salvación a todo el género humano, siendo este el mayor acto de caridad para con todos. La caridad y el amor de María por cada uno de nosotros, conduce de inmediato hasta Jesús, una caridad silenciosa, prudente, que de nuevo al pie de la Cruz de su Hijo calla y ofrece por la humanidad en el acto de amor más grande, al redentor del mundo, “la Virgen de Nazaret tuvo una misión única en la historia de Salvación, concibiendo, educando y acompañando a su Hijo hasta su sacrificio definitivo” (Documento de Aparecida #267), sien­do esta misión la caridad más silenciosa, pero la más efectiva para cada uno de nosotros.

María, al entregarnos a Jesús, nos trae con Él todo el amor, el perdón, la reconciliación y la paz, “como madre de tantos, fortalece los vínculos fraternos entre todos, alien­ta a la reconciliación y el perdón, y ayuda a que los discípulos de Jesu­cristo se experimenten como una fa­milia, la familia de Dios” (DA #267) y por eso, siguiendo su ejemplo, en un acto de caridad inmenso hacia nuestro prójimo, estamos llamados a entregar a Jesús a otros, incluso a quienes no lo conocen o abiertamente lo rechazan.

Esta es la tarea de la Iglesia, comu­nidad de creyentes que tiene como vocación y misión comunicar a Jesu­cristo, como el mayor acto de caridad. Así nos lo enseña el Papa Francisco: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (Evangelii Gaudium #14), recordando que la primera obra de caridad que he­mos de hacer a nuestros hermanos será mostrarles el camino de la fe. Así lo enseñó san Juan Pablo II cuando dijo: “El anuncio de Jesucristo es el pri­mer acto de Caridad hacia el hom­bre, más allá de cualquier gesto de generosa solidaridad” (Mensaje para las migraciones 2021), y en esto la Santísima Virgen María, como maes­tra de la caridad, nos da ejemplo de un amor total a todos nosotros, entregán­donos a Jesús y llevándonos hasta Él.

La profunda vida interior y contem­plativa de nuestra Madre del cielo, nos exhorta a mirar fijamente a Jesucristo y a vivir nuestra fe, esperanza y cari­dad en la actitud constante de hacer y amar la voluntad de Dios. Hoy repeti­mos con María: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38), para que todo nuestro peregrinar humano y cristiano, con las incertidumbres y tormentas diarias, pongamos nuestra vida en las manos del Padre, con los ojos fijos en el Señor, hasta que lleguemos a parti­cipar de la Gloria de Dios.

Los convoco a poner la vida personal y familiar bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María, en to­das las circunstancias de la existencia, aún en los momentos de cruz. Que el glorioso Patriarca san José, unido a la Madre del cielo, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo, la fortaleza para ha­cer en cada momento la voluntad de Dios, para que sigamos siendo discí­pulos misioneros del Señor.

En unión de oraciones, caminemos juntos, rezando el Rosario.

Reciban mi bendición.

El Buen Pastor da la vida por las ovejas (Jn 10, 11)

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve, Obispo de la Diócesis de Cúcuta.

El cuarto domingo de Pascua está destinado por la liturgia de la Iglesia a contemplar a Je­sucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, esto quiere decir que, le preocupa cada uno de los seres humanos que no están en el redil y Él como Buen Pastor, las busca para llevarlas hasta el Padre. Jesucristo como Buen Pastor está atento a cada uno de nosotros, nos busca y nos ama, dirigiéndonos su Palabra, co­nociendo la profundidad de nuestro corazón, nuestros deseos, nuestras esperanzas, como también nuestros pecados y nuestras dificultades dia­rias. Aun cuando estamos cansados y agobiados por el peso de la vida, Él como Buen Pastor nos invita a re­posar en Él “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28).

Acoger a Jesucristo, convertirse en su discípulo, aprender a conocer­le, amarle y servirle, es reposar en Él con la certeza que como Buen Pastor ya conoce nuestro cansan­cio, nuestros aciertos y desaciertos, porque “Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da la vida por las ove­jas, no como el jornalero que ni es verdadero pastor ni propietario de las ovejas. El jornalero cuando ve venir al lobo, las abandona y huye” (Jn 10, 11-12). La acción del Buen Pastor que da la vida por las ovejas, que no las abandona, son acciones que muestran cómo debemos corres­ponder a la actitud misericordiosa del Señor. Seguir al Buen Pastor y dejarse encontrar por Él, implica intimidad con el Señor que se con­solida en la oración, en el encuentro personal con el Maestro y Pastor de nuestras almas.

De esta actitud amorosa del Pastor se tiene que desprender una actitud contemplativa de cada uno de no­sotros, porque es la intimidad en la oración a solas con Él, lo que refuer­za en nosotros el deseo de seguirlo, saliendo del laberinto de recorridos equivocados, abandonando com­portamientos egoístas, para encami­narse sobre los caminos nuevos de fraternidad y de entrega de nosotros mismos, imitándolo a Él, incluso en la Cruz donde estamos llamados también a contemplarlo cada día de rodillas.

Jesús es el único Pastor que nos habla, que nos conoce, que nos da la vida eterna y que nos custodia todos los días de nuestra vida. Todos nosotros so­mos su rebaño y solo debemos esfor­zarnos en escuchar su voz, mientras con amor Él escruta la sinceridad de nuestros corazones, para que le abramos nuestra vida de par en par y podamos decirle siempre: “qué­date con nosotros Señor” (Lc 24, 29). Con esta intimidad permanente con nuestro Pastor, surge la alegría de seguirlo dejándose conducir a la plenitud de la vida eterna. Esta vida eterna está ya presente en nuestra existencia terrena, pero se manifes­tará plenamente cuando lleguemos a la plena comunión con Dios en la felicidad eterna.

Jesucristo Buen Pastor se ha queda­do con nosotros en cada uno de los sacerdotes, que, participando del único sacerdocio de Jesucristo, ha­cen visible al Buen Pastor, siendo pastores del pueblo de Dios, cuidan­do las ovejas, saliendo en busca de la oveja perdida y comportándose como pastor en medio del redil y no como asalariado que abandona las ovejas en el momento del peligro.

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, como Buen Pastor, sale al encuentro de todos. Él está Crucificado y man­tiene el combate de las fuerzas del amor contra las fuerzas del mal. Con los brazos clavados en la Cruz, Él pronuncia sobre la Iglesia y el mun­do la gran noticia del perdón para to­dos. Con los brazos extendidos entre el cielo y la tierra, recoge todas las miserias e intenciones del mundo. Transforma en ofrenda agradable toda pena, todo recha­zo y toda esperanza del mundo.

Cada sacerdote en el mundo es sacramento de este Sumo Sacerdote de los bienes presentes y definitivos. El sacerdote actúa en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo Re­sucitado, que se hace presente con su acción eficaz. El Espíritu Santo garantiza la unidad en el ser y en el actuar, con el único sacerdote. Es Él quien hace de la multitud un solo rebaño y un solo Pastor y la misión del sacerdote es apacentar las ove­jas, que debe ser vivida en el amor íntimo con el Supremo Pastor (cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, 14 de abril de 2010).

Hoy es un día especial para dar gra­cias a Dios por el Sumo Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo, que, como Buen Pastor, nos rescata a cada uno de nosotros de las tinieblas del pecado y levantándonos nos lle­va sobre sus hombros. Pero también es un día para agradecer al Señor por cada uno de nuestros sacerdotes, que dejándolo todo han sabido escuchar la voz del Pastor, para cumplir la misión en el mundo de pastorear al pueblo de Dios con los sentimientos de Jesucristo Buen Pastor.

Cada sacerdote como pastor de una comunidad parroquial necesita de la oración y del acompañamiento de su pueblo. La santidad del pue­blo de Dios está en las rodillas del sacerdote, que, como buen pastor, sabe acompañar desde la oración a cada uno de los fieles. Pero también la santidad del Sacerdote está en las rodillas de los fieles, que, en actitud contemplativa frente al Señor, ora por sus sacerdotes. Agradecemos hoy el don de cada uno de los sa­cerdotes de nuestra Diócesis de Cúcuta y también de las vocacio­nes, oremos para que el Señor siga enviando obreros a su mies, para rescatar tantas ovejas perdidas que necesitan volver al redil a beber el vino de la gracia de Dios y llegar un día a participar de la felicidad eter­na.

Los invito a que caminemos juntos en oración de rodillas frente al San­tísimo Sacramento y en actitud con­templativa miremos y abracemos al Crucificado, teniendo muy presentes a todos los sacerdotes del mundo en­tero y de nuestra Diócesis, para que cada día el celo pastoral de los mi­nistros, conduzca al pueblo de Dios por los caminos de la fe, la esperan­za y la caridad, y bajo la protección y amparo de la Santísima Virgen María y del glorioso Patriarca san José, todos los sacerdotes seamos fieles a Jesucristo y a la Iglesia.

En unión de oraciones, caminemos juntos, rezando el Santo Rosario.