El purgatorio: un estado de purificación antes de entrar al cielo

Por: Javier Alexis Agudelo Avendaño

¿Qué es el purgatorio?

La muerte es una de las situaciones límites que siempre ha causado ma­yor dificultad para aceptarla, porque la hemos considerado como una de las tragedias más terribles que pue­de enfrentar el hombre. Esto sucede porque de la misma forma en que nos aferramos a las cosas, nos afe­rramos a las personas, y esto hace parte de nuestra naturaleza. Estar sujetos a las coordenadas de es­pacio y tiempo nos hace entender nuestra condición temporal e histó­rica y finita. Sin embargo, debemos tener presente que el hombre está hecho para la eternidad y Dios mismo hará que participemos de ella.

Ahora bien, la forma de vivir de cada persona no es irrelevante. La muerte no es una esponja que simplemente borra todo el mal hecho y el pecado cometido. Son raros los que, en la muerte, están purificados de tal forma que pueden entrar directamente en la santidad de Dios. La gracia salvadora de Dios no prescinde de la justicia. San Pablo nos recuerda: “Porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo. Y cada uno de nosotros recibirá lo que merece por lo que hayamos hecho en esta vida, ya sea bueno o malo” (2Cor 5, 10).

De acuerdo con lo anterior pode­mos decir que el purgatorio es un estado en el cual las almas de los difuntos pasan por un proceso de purificación para llegar a la san­tidad necesaria y entrar en la ale­gría del Cielo. Es la oportunidad última que Dios da a las personas para que lleguen a la comunión plena con Él. Así, el purgatorio es la última conversión, en la muerte. El libro del Apocalipsis nos dice al respecto hablando de la Jerusalén celestial: “No entrará en ella nada profano o impuro, solo los inscri­tos en el libro de la vida” (Ap 21, 27). Tengamos presente que por más que queramos llevar una vida en amistad con Dios, no estamos totalmente exentos de presentar fa­llas en la constitución humana que marcan nuestra imperfección y que son incompatibles con la Santidad de Dios. El Catecismo de la Iglesia católica nos dice que: “Para cuan­tos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bien­aventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del pur­gatorio” (CIC nn 1030 – 1032).

La invitación de Jesús a través del Evangelio a la perfección, impli­ca que debemos ir quitando esas imperfecciones eliminando todo apego al mal. San Juan Pablo II en una de sus audiencias dijo: “La pu­rificación debe ser completa, y pre­cisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el pur­gatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección” (Audiencia General Miércoles 4 de agosto de 1999). De la misma forma, el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Spe salvi nos dice en esta misma línea: “este estado se puedan dar también purificaciones y cura­ciones, con las que el alma madura entra en comunión definitiva con Dios”. (S.S. 45).

Algunas bases bíblicas que iluminan la doctrina del purgatorio

La doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio en­cuentra su fundamento en la Biblia cuando esta se sabe interpretar co­rrectamente. Podemos encontrar una gran cantidad de citas a favor del purgatorio, pero solo ten­dré en cuenta algunas de ellas. No son argumentos explícitos y direc­tos, pero si implícitamente podemos encontrar el concepto de una purifi­cación posterior a la muerte, que es en lo que consiste el purgatorio.

Una de las referencias más antiguas la encontramos en el segundo libro de los Macabeos que dice: “Y ha­biendo recogido dos mil dracmas por una colecta, los envió (Judas Macabeo) a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy bien y pensando noblemente de la Resurrección, porque esperaba que resucitarían los caí­dos, considerando que a los que habían muerto piadosamente está reser­vada una magnífica re­compensa; por eso oraba por los difuntos, para que fueran librados de su pe­cado” (2 Mac 12, 43ss). De este pasaje podemos resaltar los siguientes elementos: A) Aquellos difuntos no han muerto en estado de condena­ción o enemistad con Dios (considerando que a los que habían muerto piadosa­mente está reservada una magnífica recompensa). B) Sin embargo, algo les falta todavía, de lo cual deben ser librados (para que fueran libra­dos de su pecado). C) Todo ello se hace en orden a la resurrección para que en ella reciban la misma suerte que los demás judíos piadosos.

Otra referencia en el Nuevo Testa­mento la encontramos en el Evan­gelio de san Mateo: “Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo” (Mateo 5, 25, 26. Lucas 12, 58-59). En este pasa­je Jesús hace referencia a un castigo temporal que no puede ser el infierno ni tampoco el cielo. En esta parábola, Dios es el juez, y si no nos hemos reconciliado con nues­tro prójimo antes de ver a Dios, Dios nos pe­dirá cuentas por el mal que les hicimos.

Otro texto pude ser el de San Mateo 18, 34 en donde se narra la parábola del oficial del rey: Un hombre se re­husó a perdonar una pequeña deuda que le debían, aún, cuando su amo le había perdonado primero una deu­da mucho más grande. “Su señor, muy enojado, lo entregó para que lo castigaran hasta que pagara toda la deuda”. Jesús obviamente habla de manera simbólica, porque nadie puede ganar dinero para pagar una deuda monetaria estando en prisión. Al dar esta enseñanza sobre la nece­sidad de perdonar a otros, Nuestro Señor se está refiriendo, de hecho, al Purgatorio. Puedo dejar para estu­dio las siguientes citas: 1Cor. 3,11- 15; 15,29; Fil. 2,10; 2Tim. 1,16-18; 1Ped. 3,19; 4,6; Prov. 17,3; Is. 6,5- 7; Zac.13, 7-9; Mal. 3,2- 3.

El purgatorio en el Magisterio de la Iglesia

La doctrina del Purga­torio ha sido una en­señanza constante del Magisterio de la Iglesia. Además de la Biblia, la Iglesia se apoya en la tradición apostólica para definir una doctrina. En el caso del Purgatorio, el Catecismo cita a san Gregorio Magno y a san Juan Crisóstomo. Pero hay muchas citas sobre el Pur­gatorio en los llamados Padres de la Iglesia, tales como san Gregorio Magno (540–604), san Cesáreo de Arlés (470–543), Tertuliano (155- 230), san Cipriano de Cartago (200- 258). San Agustín de Hipona (354- 430), entre otros.

El Catecismo de la Iglesia Católica se refiere al Purgatorio o purifica­ción final en los siguientes términos: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfecta­mente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, su­fren una purificación después de su muerte a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios” (CIC 1054).

La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y Lyon donde les refutaron a los grie­gos orientales su posición reduccio­nista diciendo que las almas que par­tieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimien­to de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificadas después de la muerte con las penas del Pur­gatorio”.

Más extensamente fue formulada en el Concilio de Trento que insiste: “Cuiden con suma diligencia que la sana doctrina del Purgatorio, recibi­da de los santos Padres y sagrados concilios, se enseñe y predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos; aquellas, empero, que tocan a cierta curiosi­dad y superstición, o saben a torpe lucro, prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles”.

La Iglesia Católica, usando un len­guaje actual, explica la doctrina del Purgatorio en los siguientes térmi­nos: Durante nuestra vida terrena, si­guiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presen­cia de Dios Padre, en el momento de la venida de nuestro Señor Jesu­cristo, con todos sus santos (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invi­tados a purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu (2 Co 7, 1; 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta. Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imper­fección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección.

Hay que precisar finalmente que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terre­na, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La ense­ñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, que en­seña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el conse­jo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 y 25, 30; L G, 48).

Oración por los fieles difuntos

 ¡Oh Dios! Nuestro Creador y Redentor,

con tu poder Cristo conquistó la muerte y volvió a Ti glorioso.

Que todos tus hijos que nos han precedido en la fe

participen de su victoria

y disfruten para siempre de la visión de tu gloria

 donde Cristo vive y reina contigo y el Espíritu Santo,

Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Dales, Señor, el descanso eterno.

Brille para ellos la luz perpe­tua.

Descansen en paz. Amén.

 

María, Madre de Dios, y Madre

de misericordia, ruega

por nosotros y por todos los

que han muerto en el regazo

del Señor. Amén

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